jueves, 17 de noviembre de 2022

6 de julio de 1794. Bautismo de Isabel Téllez, hija de Antonio Téllez y de Josefa González, en Irapuato. Padrinos: José María Elizalde y Teresa Jaramillo.

6 de julio de 1794. Bautismo de Isabel Téllez, hija de Antonio Téllez y de Josefa González, en Irapuato. Padrinos: José María Elizalde y Teresa Jaramillo. Isabel crecerá y unos cinco años después se trasladará con su familia a Querétaro, donde contraerá matrimonio con el Dr. Manuel Altamirano el 10 de abril de 1814. Su acta de bautismo indica lo siguiente:

En el año del Señor de mil setecientos noventa y cuatro, en seis de julio, yo, el bachiller don José Francisco Belmonte, teniente de cura de esta congregación, bauticé solemnemente, puse Santos Óleos y crisma a una infanta de cinco días de nacida, y le puse por nombre María Isabel de Jesús Rafaela, hija de don Antonio Téllez y de doña María Josefa González, españoles de aquí. Fueron padrinos don José María Elizalde y doña Teresa Jaramillo, cónyuges de dicho, a quienes advertí su obligación y lo firmé con el señor cura de turno. Firmas: Dr. López y José Francisco Belmonte.

Fuente: IRI - FAMILY SEARCH. Mexico, Guanajuato, Catholic Church Records 1576-1984, Irapuato, La Soledad, Bautismos de hijos legítimos 1780-1824. Obtenido el 17 de noviembre de 2022 de  de https://www.familysearch.org/ark:/61903/3:1:33S7-9GZV-4XY?i=264 .


 Acta de bautismo de Isabel Téllez, hija de Antonio Téllez y de Josefa González, en Irapuato, el 6 de julio de 1794.


miércoles, 16 de noviembre de 2022

14 de diciembre de 1816. Sermón que en la festividad... de nuestra señora Santa María de Guadalupe..., dijo el Br. D. José María Sánchez.

 SERMÓN

QUE EN LA FESTIVIDAD CON QUE CELEBRÓ

LA COFRADÍA DE NUESTRA SEÑORA

SANTA MARÍA DE GUADALUPE

DE LA CIUDAD DE QUERÉTARO

LA APARICIÓN PRODIGIOSA DE SU SANTÍSIMA PATRONA

EL DÍA 14 DE DICIEMBRE DE 1816


DIJO

EL BR. D. JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ

prefecto actual de la ilustre y venerable congregación del mismo título.

SE DA A LUZ

a expensas del capitán de granaderos del regimiento de fieles realistas de dicha ciudad, don Miguel Rubín de Noriega, mayordomo de la citada cofradía.

MÉXICO 1817.


¿Unde hoc mih; ut veniat Mater Domini mei ad me? Luc. cap. 1. V. 43.

¿De dónde a mi la felicidad de que la Madre de mi Señor venga a verme? Palabras de San Lucas en el versículo 43 del capítulo de su evangelio.


Si el respeto y santo temor debido a este sagrado lugar, si la Santa Madre de Dios que es el objeto de estos cultos, si nuestro adorable Redentor, cuya real presencia autoriza esta solemnidad, si estos grandes objetos no me obligaran por una deuda indispensable de la religión a consagrarles todos mis pensamientos y expresiones, ¡qué abundante materia se ofrecía a mi discurso, oh religiosos cofrades de esta hermandad, para haceros un dilatado elogio! Yo haría ver la lealtad y amor con que, desde la erección de esta cofradía, ofrecisteis vuestros corazones a nuestra ilustre protectora en su prodigiosa imagen de Guadalupe; manifestaría los estrechos vínculos de caridad con que habéis conservado el primer fervor, construyendo dignas aras en donde venerarla, y dilatando y ennobleciendo el número de sus cofrades; ensalzaría en fin la piedad y el celo con que añadís anualmente una de las más devotas solemnidades a la religión en la magnificencia y decoro de esta presente festividad. Pero esta relación ni sería conforme a las serias obligaciones del ministerio sagrado que habéis confiado a mi débil espíritu, ni dejaría de ofender vuestra religiosa modestia.

Porque, ¿no os congregáis hoy, felicísimos cofrades, a celebrar la memoria de aquel dichoso día en que, rasgándose los cielos, como en el Tabor, descendió María acompañada de los ángeles a las ásperas montañas del Tepeyacac? ¿No os juntáis para que la virtud y eficacia de la divina palabra, aunque anunciada por mis labios, excite en vuestros corazones todos los sentimientos de gratitud de que son capaces, y os dicte sólidas instrucciones para corresponder a tan señalado beneficio? Digamos pues, con la dichosísima Isabel ¿Unde hoc mihi ut veniat Mater Domini ad me? ¿Con que aquella feliz criatura, que será siempre justa admiración de los siglos, aquella hermosa doncella que, con realces de su virginidad, acaba de concebir al hombre Dios, la Madre del incomprehensible, del infinito, del eterno, ha de venir a mí, obrando milagros de salud, e ilustrando mi espíritu con las más esclarecidas operaciones de la gracia? ¿Pero cuál es mi santidad? ¿Cuáles mis méritos para recibir dones tan relevantes, tan soberanos, y tan sublimes?  

Para corresponder, pues, a vuestras santas intenciones, voy a manifestaros sencillamente «que María Santísima, en su aparición maravillosa, imprimió en nuestro reino las más expresivas señales de las virtudes santas que le merecieron toda su elevación». De vos espero, soberano Jesús Sacramentado, que inspiréis a mi entendimiento sentimientos dignos de una idea tan ilustre y ventajosa a nuestra nación, y que engrandece vuestras inmensas misericordias. A este efecto, interpongo el valimiento de la misma Señora, saludándola reverente llena de gracia.

AVE MARIA.

¿Unde hoc mihi ut veniat Mater Domini mei ad me? Luc. cap. cit.

¿De dónde a mí la felicidad de que la Madre de mi Señor venga a verme?

Las grandes cosas que vuestra omnipotencia obró en favor de vuestra Madre divina, nos aseguran de su santidad y grandeza (S. J. S.). He dicho, que todo es singular, maravilloso y divino en aquella feliz criatura, que por un orden especial de decretos fue destinada antes de todos los siglos para ser Madre del Señor. ¡Qué prerrogativas tan sublimes! ¡Qué gracias tan relevantes! ¡Qué virtudes tan heroicas debieron adornarla a proporción de la excelencia de su ministerio! Pero para corresponder al asunto que me he propuesto, limitémonos a entrever, en este abismo inmenso de perfecciones y privilegios, aquellas sobresalientes virtudes que granjearon a esta reina poderosa su divina maternidad, y que se dejan ver en toda la economía de su aparición prodigiosa en nuestra América. No es este un discurso formado a favor de unos débiles principios. Examinad las razones en que me fundo:

Supuesto aquel decreto inmutable de la divinidad de que el Verbo eterno se hiciese hombre y habitase entre nosotros, naciendo de una Virgen, la más santa, y la más perfecta de todas las vírgenes, inquieren padres de la Iglesia ¿cuáles fueron aquellas virtudes singulares que merecieron en María este grado de distinción y preferencia entre todas las criaturas? Y unos la atribuyen a su pureza incomparable. Otros a su humildad profunda. Y casi todos a su exacta y constante fidelidad. Yo emprendo haceros ver que, de estas tres virtudes (que según las opiniones de los padres constituyen todo su mérito), nos dio un hermoso ejemplar, una copia divina, en su aparición admirable. Examinémoslas.

María aparece la más pura. Recordad dulcemente a este efecto aquellos momentos felices en que, calmando la turbación y borrasca de los siglos anteriores, comenzó a disfrutar nuestro reino una dulce serenidad. Traed a la memoria aquellos días de salud en que se dejó ver en él la Madre de la santidad y pureza y decidme ¿no nos ofrece de luego a luego las más altas ideas de su candor virginal? Ella se presenta como un destello vivo, puro y resplandeciente, que sale de la diestra triunfante del Rey eterno de la gloria, para imprimir en esta su amada tierra una expresión de su pureza, inimitable. La belleza que la adorna, la fragancia que exhala, y todo aquel agregado de milagrosas señales con que se hace visible, nos inspiran los sentimientos más vivos de esta hermosa virtud; y sin hacer ahora mención, ni de aquel exacto cotejo de esta imagen divina con la de aquella gran mujer que nos describe San Juan en su Apocalipsis (1), toda vestida con resplandores del sol, con la luna a sus plantas, el ropaje divinamente adornado de estrellas, ceñida su hermosa frente con corona de oro, y todo el sagrado cuerpo sostenido de un querubín. Sin hacer recuerdo ni del tiempo en que viene a franquearnos su protección soberana por medio de sus apariciones repetidas, que fue en la octava de su concepción en gracia ¿podríais concebir testimonio más incontestable de su pureza, que el que nos da en la transformación de aquellos inmundos sitios? Porque ¿qué sociedad puede haber entre la luz y las tinieblas, entre aquella señora, cuya pureza no reconoce elevación capaz de alterarla, y el príncipe de los abismos?

En efecto esta poderosa reina, que, desde los primeros instantes de su dichosísima vida, quebrantó con su planta victoriosa la soberbia cabeza de la infernal serpiente, desterró con la soberanía de su poder toda aquella caterva de inmundos espíritus que cubrían y embarazaban la luz del sol de justicia. A su presencia soberana, el príncipe del mundo, el fuerte armado que se había hecho adorar y servir en todos sus pueblos y naciones por la serie de muchos siglos, autorizando los más torpes delitos con el ejemplo de sus monarcas, se vio repentinamente despojado de su poder, atado por una mano invisible, precipitado en los abismos; y para su eterna confusión vio una multitud de gentiles dichosamente libres de sus pesadas cadenas y restituidos a la generosa libertad de hijos de Dios por la santidad de la fe, y la pureza del bautismo. El imperio del error y de la mentira, enteramente destruido. Los altares limpios de un culto abominable transformado en aras de la divinidad y la religión santa e inmaculada, erigida sobre las ruinas del paganismo. Sí, desde este feliz momento, la ciega gentilidad, que se obstinaba en separarse del camino de la vida, se convierte en un pueblo dócil y fiel, que doblando obediente su cuello a las santas verdades de la fe se ennoblece, se instruye y transforma en un estado resplandeciente. ¿Y no son estos rasgos brillantes en donde se ostenta la pureza de elección que resplandece en María, y que hizo bajar a la tierra toda la plenitud de la divinidad?

Pero si esta hermosa virtud se ha distinguido tan notablemente en los soberanos efectos que produjo en nuestra América, veamos ya el ejemplar que nos presenta de su santa humildad. Hablo de aquella humildad profunda, por la cual, según testifica esta señora de sí misma en su cántico admirable, obró grandes cosas en su persona la omnipotente gracia del Eterno, y la hizo acreedora al vasallaje de todo el orbe (2).

Emprende la humildísima Virgen derramar toda su ternura de sus piadosísimas entrañas en los corazones americanos, y no obstante que por un privilegio singular que admirarán todas las naciones, viene personalmente a entrarnos en el seno delicioso de sus clemencias con toda la majestad y decoro privados de su augusta soberanía, con todo el regio aparato que demanda la dignidad incomparable de Madre de Dios, formando trono de las celestiales inteligencias que en la Jerusalén celestial tributan inmortales honores a su soberanía, y trasladando al estéril Tepeyacac toda la hermosura y magnificencia de los cielos, se presenta con aquel espíritu de humildad siempre humano, benéfico y accesible. Con la dulzura y afabilidad de su voz, previene, ilustra y atrae el corazón de aquel indio venturoso a quien elige ejecutor de sus amantes designios.

No hay que temer que la grandeza inefable de su dignidad la obligue a valerse de aquellos resortes con que la prudencia del siglo da un falso brillo a sus pretensiones; ni que tema disminuir su elevación tratando con un hombre de esfera ínfima entre sus semejantes, sin nobleza, sin autoridad, sin poder. Antes de recibir los homenajes debidos a su soberanía se da prisa en comunicarse, le habla en su propio idioma, se familiariza con él, le alienta con las expresiones más vivas de benevolencia y de ternura, y le promete no apartar de él sus ojos piadosísimos. ¡Conducta heroica de esta celestial princesa, por la que parece respira toda celsitud y magnificencia de su humilde corazón! Sí, por un efecto de amorosa beneficencia quiere que se le erija un templo en el lugar de Guadalupe para escuchar nuestros votos, aceptar nuestros sacrificios, y distribuir toda suerte de gracias. ¿Pensáis acaso que se valga de la autoridad de algún potentado de la tierra, o de la de algún nuncio celeste de los que en el mismo monte la adoraban embriagados en un torrente de delicias? ¡Ah! Pero entonces no se conociera por instrumento de su dignación soberana, lo que el mundo tiene por más vil y despreciable. Entonces no se descubriría aquel hermoso carácter de humildad que supo sostener entre los mayores aplausos y elevaciones, aun cuando le anunció reverente el arcángel su augusta maternidad.

Que se obren, pues, a este efecto los mayores prodigios; que se trastornen todas las leyes; que la tierra concurra maravillosamente en la producción de unas flores extemporáneas, y en un sitio por naturaleza infructuoso; que se repitan sus amorosas instancias por medio de sus frecuentes apariciones; que se imprima en un tosco tejido, en la vil manta de un pobre indio toda la hermosura de la virtud y belleza, de la castidad en su imagen adorable, y que ésta, en fin, permanezca triunfante de las injurias del tiempo por el largo espacio de casi tres siglos. Sí, el tiempo que destruye las obras más raras de la sabiduría y del ingenio, que sepulta los imperios y sumerge los reinos en un caos eterno, y ejerciendo su imperio sobre los mármoles y bronces en donde los mortales tratan de eternizar su memoria, se burla siempre de sus inútiles esfuerzos. El tiempo humilla su poder y rinde sus adoraciones a aquel lienzo soberano, que, arrojando hermosos incendios e inspirando a este nuevo mundo una confianza tan extensa como las misericordias de su original, permanece entre nosotros siempre nuevo.

¿Y no es este aquel mismo carácter de humildad con que han resplandecido siempre los más augustos designios de la providencia soberana? Porque ¿puede hallarse en los anales del mundo suceso más asombroso que la Encarnación del Verbo Divino? Pues esta grande obra solo se confía y comunica a una humilde y retirada doncella. ¿Puede haber misterio más profundo e incomprehensible que verse en la tierra ceñido con unas pobres fajas aquel Dios que sustenta con su brazo toda la redondez de la tierra? Pues para la publicación de este misterio no quiere Dios ni los soberbios palacios de los césares, ni la vana ciencia de los filósofos. Unos pobres y humildes pastores son los primeros que merecen adorarle, y los primeros entre los hombres que anuncian su verdad al mundo. ¿Qué empresa en fin más llena de dificultades, peligros y contradicciones, que la de introducir en un mundo cubierto de sombras, ignorancias y errores la hermosa luz del evangelio, y persuadir a unos hombres carnales, idólatras y groseros que el que acababa de morir en un infame suplicio era su Dios verdadero? Pues esta ardua empresa, esta fe heroica la encarga el Señor a unos humildes e ignorantes pescadores, que llenos de un fuego divino convencen a los sabios, conquistan los imperios, derriban los ídolos y hacen escucharse hasta los fines de la tierra. María, pues, divinamente enseñada por su hijo adorable, no quiere para autorizar su aparición ni los ricos, los sabios, ni los poderosos, sino la inocente sencillez de un humilde indio. Sus palabras, desnudas del artificioso ornato de la elocuencia, hacen creer un prodigio no concedido a alguna otra nación (3) y los espíritus vanos, y orgullosos del mundo quedando confundidos según el idioma del apóstol con lo más débil, despreciable y enfermo (4).

Feliz consuelo, humildes y pequeñuelos, feliz consuelo para vosotros. Dejad a los grandes de la tierra que se deslumbren con los falsos brillos, de una fortuna engañosa, que gocen la distinción con que el mundo embelesa a sus secuaces. Dejad que os miren como a unos hombres olvidados de la providencia, despreciados de la fortuna, inútiles para las grandes acciones, y solo capaces de turbar con los gritos de vuestra miseria sus placeres, que entre tanto el Señor que mira los vastos proyectos de los mortales, como una sombra fugitiva, les dejará embriagar en su misma vanidad y ambición, y os buscará a vosotros para la ejecución de los inefables designios de su misericordia; porque sus caminos son diversos de los de los hombres (5). Y añadid a estos rasgos preciosos de la humildad profunda de María las impresiones brillantes de su fidelidad con que nos ennoblece en su aparición.

Vosotros sabéis que trato de aquella exacta y constante fidelidad; que según los decretos eternos de la inmensa sabiduría debió entrar en parte en la encarnación del Verbo, pues para cumplirse este augusto y amoroso designio fue necesario que interviniese el beneplácito de María, de la fidelidad de esta divina Virgen en llenar todas sus obligaciones, y por la cual se constituye el modelo más perfecto de todas las virtudes. Y ¡qué ideas tan sublimes de beneficencia, qué sentimientos tan nobles de bondad y de poder se atropan en ml entendimiento cuando hablo de los amorosos oficios que en virtud de su fidelidad desempeña entre nosotros por medio de esa imagen adorable! Pero ¿qué más debo yo hacer para persuadiros esta parte de mi oración, sino deciros sencillamente que aquella Virgen santa, compasiva y fiel a quien han llamado los padres el milagro de la gracia, los esfuerzos de la omnipotencia, el último paso a la divinidad, que aquella poderosa Señora que es el centro y canal de todas las gracias, el fundamento de nuestra esperanza, después de su hijo divino, la luz de las naciones, y el común asilo de los mortales, nos prometió mostrarse en Guadalupe piadosa Madre de todos los que aman, buscan, y solicitan su protección soberana, dejándonos por prenda de su generosa promesa el divino retrato de su incomparable hermosura? Porque ¿qué tiempo bastaría para referiros los amorosos testimonios que ha recibido de su fidelidad, esta numerosa nueva cristiandad, este dilatado imperio criado con sus milagros y sustentado con sus prodigios? Ni como podría yo comprehender, en los estrechos términos de un discurso, aquellas obras raras con que ha hecho visible su fidelidad amorosa, ya triunfando de la muerte en muchas vidas desamparadas de todo remedio humano, ya suspendiendo la violencia de los rayos, y apagando la furia de los incendios, ya… Pero el tiempo no me permite, felicísimos americanos, desenvolver, los venerables fastos de vuestras historias, y recordaros aquellos días funestos en que México afligida y amenazada de un segundo diluvio por las inundaciones de su laguna vio sus casas transformadas en isla, reducido el humano comercio al peligroso medio de unas débiles canoas, temblando sus edificios. Mas luego que conduce por sus calles con solemne aparato la soberana imagen de Guadalupe, como un hermoso y apacible iris, disipa las nubes, retira las aguas, serena el cielo, y hace recobrar su perdido aliento a los afligidos mexicanos. Allí veríais los estragos de aquella peste maligna, en cuyo tiempo no ofrecía todas partes la naturaleza sino tristes imágenes de la venganza divina, pero luego se jura solemnemente el patronato de María, cesa el maligno influjo de los astros, desaparece el horror de la muerte, y sucede una dulce serenidad a la más terrible borrasca. Veríais en fin los efectos más privilegiados de aquella providencia, siempre atenta y desvelada de nuestra ilustre protectora en favor de este suelo feliz.

Pero reunid en vuestro espíritu cuanto he expuesto para la demostración de mi asunto: la portentosa transformación de aquellos corazones que justamente llevaban sobre sí la nota de rebeldes al Dios verdadero; las admirables invenciones de la humildad santa de María a expensas de los más asombrosos prodigios; la magnificencia y liberalidad de los dones con que nos distingue para el cabal desempeño de su generosa promesa. Poned los ojos sobre esa hermosa copia en que nos dejó vínculos su amor, y decidme: ¿no este agregado maravilloso de circunstancias la prueba más concluyente de que nuestra América fue el teatro que eligió esta divina Señora para hacer resplandecer vivamente su pureza divina, su humildad profunda, su admirable fidelidad? Y ¡qué honor resulta a nuestro reino de ser la perspectiva brillante de las heroicas virtudes que le merecieron su maternidad divina, fuente inexhausta de toda su soberanía! 

Pero después de tantos monumentos de la protección visible de nuestra Madre poderosa, permitid que yo os pregunte: ¿Si le habéis tributado los cultos que se merece?, Pero ¿en dónde se hallan los sentimientos de una piedad arreglada y juiciosa? ¿En dónde el fervor que debe animar nuestras adoraciones, y la imitación de sus santas virtudes? ¿Y será extraño que yo os asegure que las infidelidades que cometemos contra su bondad son una de las causas que poderosamente influyen en las desgracias que nos cercan? ¡Ah! yo veo en este país, antes dichoso, que por tantos tiempos disfrutó el beneficio inestimable de la paz, introducido el odio, el furor, el fuego, la cruel carnicería devorando por todas partes cuanto encuentran al paso, desde un extremo hasta el otro de nuestras tierras, según la frase de Jeremías (6). Veo sus florecientes ciudades presentando un miserable esqueleto de su antiguo esplendor. La carestía, el incendio, y la confusión han sucedido desgraciadamente a la abundancia, al sosiego, y la alegría. Todo arruinado y ofreciendo la imagen de una Jerusalén cubierta de amargura. Y traspasado del más íntimo dolor llego a temer el instante terrible en que digamos lo que aquella generosa Israelita, esposa del sumo sacerdote (7): Los hijos rebeldes de la gran María regaron el suelo con su sangre, asolaron este país de bendición, y lo qué es más ¡ay de mí! el Arca santa, la imagen prodigiosa de María desaparecerá de entre nosotros, si una pronta y sincera no precave tantos males, y si postrados delante de su trono no reclamamos aquellas entrañas de misericordia con que nos ha puesto a cubierto de los más terribles estragos.

Así lo ejecutamos, imagen soberana de María, vínculo hermoso de todas nuestras felicidades, milagroso recuerdo de sus clemencias, porque ¿quién ha buscado tu soberano asilo, que no haya encontrado singulares gracias? ¿Quién te ha contemplado reverente, que no sienta elevado su espíritu hasta el seno inmenso de las misericordias del Señor? Vive siempre con nosotros. Jamás desampares nuestro suelo. Sigue felicitándolo con los benignos influjos de aquella gracia, que siempre obra maravillas.

Y a vos, soberano Jesús, de quien desciende a nosotros todo bien, tributamos rendidamente las gracias por haber enviado a vuestra Madre divina, no como un rayo vengador de los excesos con que esta ciega gentilidad había provocado vuestras justas iras; sino como una Madre amorosa, que vino a destruir la rebelión de sus hijos con las gratas impresiones de aquellas relevantes virtudes que fueron objeto digno de vuestras complacencias. Completad nuestros triunfos, haciéndonos perfectos imitadores de ellas, para alcanzar su recompensa en vuestra eternidad soberanamente feliz.


(1) «Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol y con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas». Ap 12, 1.

(2) «Porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Y he aquí que desde ahora me felicitarán todas las generaciones». Lc 1, 48. 

(3) «No hizo tal con ninguno de los otros pueblos; a ellos no les manifestó sus disposiciones. ¡Hallelú Yah!». Sal 147, 20. 

(4) «Sino que Dios ha escogido lo insensato del mundo para confundir a los sabios, y lo débil del mundo ha elegido Dios para confundir a los fuertes». 1 Cor 1, 27. 

(5) «Pues mis pensamientos no son vuestros pensamientos, y vuestros caminos no son mis caminos, dice Yahvé». Is 55, 8. 

(6) «Sobre todos los collados del desierto vienen los devastadores: porque la espada de Yahvé devora la tierra desde un confín al otro, y no habrá salvación para carne alguna». Jr 12, 12. 

(7) «Dijo: “Se ha apartado de Israel la Gloria”, por haber sido tomada el Arca de Dios». 1 Sam 4, 22. 


Fuente: 

http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020000154/1020000154_002.pdf

http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020000154/1020000154_003.pdf






lunes, 14 de noviembre de 2022

1815. Publicación: Sermón que en la restitución al trono del señor don Fernando Séptimo predicó... el Br. don José María Sánchez.


SERMÓN 

QUE EN LA RESTITUCIÓN AL TRONO 

DEL SEÑOR 

DON FERNANDO SÉPTIMO 

(Q. D. G.),

PREDICÓ EN LA IGLESIA DE LA VENERABLE 

CONGREGACIÓN DE NUESTRA SEÑORA SANTA MARÍA DE GUADALUPE,

EL BR. DON JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ,

PREFECTO DE ELLA.


PUBLÍCALO 

EL MUY ILUSTRE CABILDO, JUSTICIA Y REGIMIENTO DE QUERÉTARO,

QUIEN LO DEDICA

AL MISMO CATÓLICO MONARCA.

MÉXICO: 1815.


Impreso expensas de los individuos del mismo ayuntamiento 

en la imprenta de D. José Maria de Benavente.


I

Felix dies in qua reversus es ad terram patrum tuorum, et sedisti in sede regni eorum,.

Bendito sea el dia en que has vuélto a la tierra de tus padres, y en que te has sentado en la silla de su reino. 

(En  el capítulo 10 del libro 1 de los Macabeos, verso 55). 

¿Hay necesidad de que yo haga ver en este día el gozo que inunda vuestros corazones? ¿Es necesario que yo publique las maravillas que la poderosa diestra del excelso ha obrado en favor de nuestra madre patria, y de todos estos dominios, restituyendo, al solio de sus padres, a nuestro augusto soberano el señor don Fernando VII, después de haber sufrido por largo tiempo su alma generosa los más terribles contrastes en el país de la persecución y de la perfidia? ¿Cuánto veo aquí no indica vuestros nobles sentimientos? Este ilustre congreso, este aparato magnífico, las señales de gozo que se dejan ver en vuestros semblantes ¿no anuncian del modo más persuasivo y eficaz todo lo que este grande objeto ha podido inspiraros?  Pero vuestra religión, nobilísima Querétaro, ese divino carácter que habéis conservado sin horrura ni fealdad desde el tiempo de vuestra conquista, os conduce hoy a este santuario, para humillaros alrededor del trono del Dios vivo, y tributarle las más reverentes gracias por tan singular beneficio, como a rey de todas las majestades, y señor absoluto de todos los que dominan. Y ved aquí lo que enajena todo mi espíritu. Porque ¿podrán acaso los pensamientos más oportunos, presentados con claridad y discreción, sostenidos con delicadez y energía, y avivados con todos los primores y escrupulosa exactitud del arte, explicar la dulce emoción que ha causado en vosotros este plausible suceso, que hará época memorable en los fastos de la nación? 

En efecto, es asunto superior a toda expresión, y yo no alentaría mi débil voz para tratarlo, si no esperase que los impulsos de vuestra piedad y amor suplirán todo lo que falta a la oración que voy a pronunciar; y si en las palabras que elijo por texto no hallase el justo tributo de alabanzas debido a nuestro gran monarca, ellas son una acción de gracias, con que Ptolomeo, rey de Egipto, celebra la vuelta de Alejandro, hijo de Antíoco Epifanes, al solio de su reino, después de haber combatido contra las poderosas huestes de Demetrio, a quien dejó muerto en la campaña, derrotando gloriosamente todo su ejército. ¿Y qué expresiones más propias para protestar nuestro amor, reconocimiento y vasallaje al más amado de los reyes, a quien la adorable Providencia ha vuelto al trono de sus mayores, después de haberle tocado con las más duras pruebas? Feliz pues el día en que has vuelto a la tierra de tus padres, y en que te has sentado en la silla de su reino. (Felix dies in qua reversus es ad terram  patrum tuorum, et sedisti in sede regni eorum).

Y sin abusar de vuestra atención, voy a manifestaros que esta solemne acción de gracias es un testimonio de vuestra religión y patriotismo. Es un testimonio de vuestra religión porque esta se honra en la persona de un monarca que la ha profesado abiertamente entre los enemigos que la persiguen: primera parte. Lo es de vuestro patriotismo porque los intereses de la patria se afianzan en el cetro de un rey que ha hecho por ella los más nobles sacrificios. No permitáis, Dios eterno, que mi pecho inflamado exhale algún incienso que no pueda ofrecerse a la diadema de un rey mortal. Adoro vuestra soberanía, y sé que os pertenecen de un modo singular el honor, la alabanza y la gloria, como a Rey inmortal de los siglos. Alentad mis débiles facultades para que el auditorio que me escucha admire las santas virtudes de un monarca religioso, e imite su edificante conducta. Esta gracia os pido por la poderosa mediación de vuestra Madre divina.

Que la religión y el trono deben sostenerse mutuamente es un orden establecido por vuestra inefable Providencia (S. J. S.) No hay duda, de la unión de la autoridad sagrada de los pontífices, y de la soberana de los reyes, resulta el orden admirable que felicita los diversos destinos de los hombres. El fin de la primera es hacernos santos, hijos de Dios y coherederos de su reino con Jesucristo (1). El de la segunda, es darnos sobre la tierra, por medio de su vigilancia, una vida dulce y pacífica. El Señor no ha querido que recibamos estos dones por una sola mano. Amarías, sacerdote y pontífice vuestro, nos dice en el segundo libro de los Paralipómenos (2): «será el presidente en aquellas cosas que pertenecen a Dios; y Zabadías, hijo de Ismael, que es el caudillo de la casa de Judá, lo será en todos aquellos negocios que tocan al servio del rey». Estas dos potestades, aunque soberanas e independientes en lo que a cada una corresponde, obran de concierto, y recíprocamente se asisten en el cumplimiento de sus designios. El pontífice manda a los fieles que obedezcan las leyes del príncipe, y que a ejemplo de Jesucristo y sus apóstoles den al César lo que es de César (3) y estén sujetos a las potestades del mundo. El príncipe emplea su autoridad para hacer observar a sus vasallos las sabias determinaciones de la Iglesia en todo lo que le corresponde, defendiendo las puertas del santuario y protegiendo a sus sagrados ministros. Y de este modo, entrelazadas estas dos potestades, la Iglesia descansa pacíficamente bajo los pabellones de Jacob y tiendas de Israel; y el príncipe se mira como un destello de la divinidad, como la imagen del poder supremo y de aquella Providencia universal, que provee a todas las criaturas y atiende a todas las cosas.  

Supuesto este admirable concierto, esta alianza íntima entre el sacerdocio y el imperio, inferid cuanta deberá ser la  gloria de una nación católica al ver subir a su trono un monarca; en cuyo real animo ha inspirado la religión desde sus más tiernos años la libertad, los intereses y derechos de ella; un monarca, que si ha recibido en los tiempos de su persecución las pruebas más decisivas de la fidelidad, obediencia y amor de sus pueblos, no las ha dado inferiores de su moderación, bondad, justicia y religión. Para manifestaros, pues, según estos principios, que cuando celebramos la restitución al trono de nuestro augusto soberano, ensalzamos en ella un nuevo triunfo, y damos un testimonio de nuestra religión. Veamos lo que esta nos hace esperar de su catolicismo en su defensa.

Pero desde aquí comienzo a sentir el peso de la superioridad de mi asunto: desfallecen las facultades de mi alma cuando entiendo que no puedo explicaros todo lo que la santidad de la religión ha obrado en su heroico espíritu. Luego que sube al trono augusto que fundaron los Ataulfos, santificaron los Recaredos, restablecieron los Pelayos y llenaron de gloria tantos reyes católicos, al trono feliz en que se han estrellado siempre las soberbias olas de la herejía, del error y del fanatismo, hierve y florece en sus venas la sangre de los Fernandos, Alfonsos, Felipes, Carlos y la de aquel  héroe de santidad, San Fernando, que después de haber reinado felizmente en nuestra España, resplandece en la Santa Sion, en el alto solio que le fabricaron sus merecimientos; apenas fija el pie sobre este trono de dos mundos, y toma en manos aquel cetro, que con sus gloriosas conquistas ha extendido el imperio de la religión desde el Aquilón al Austro, cuando vuelve sus ojos reverentes al centro de la unidad, a la capital Roma, para participar su exaltación a la cabeza visible de la Iglesia; pero ¡con qué expresiones tan vivas de rendimiento y sumisión!: «Santísimo padre —le dice—, me es preciso cumplir con la mayor de mis obligaciones, que es la de ponerme a los pies de V. B., y así lo ejecuto en cuanto puedo, escribiendo esta de rodillas, y después de besarlos, según mi devota intención». Le suplica, que corrija los abusos y relajaciones que su perspicacia advirtiere, moderando también o anulando las concesiones que S. S. haya hecho en el anterior reinado, y le hayan sido en algún modo repugnantes y contrarias a la legítima disciplina de la Iglesia y a las buenas costumbres. Y termina: «esperando de su benignidad las órdenes comunicadas para ponerlas inmediatamente en ejecución, pues no apetezco —dice—, otra cosa, sino que caminemos ambos a un mismo fin, para que los brazos pontificio y regio se sostengan recíprocamente» (4)

¿Y no es esto manifestar sobre su corona el divino carácter de la religión, erigiéndole en su pecho uno de sus más reverentes altares? Este rasgo brillante ¿no nos anuncia renovada en su augusta persona la piedad religiosa de David, Josafat, Luis y Fernando? ¿Pues qué no deberá esperarse de un príncipe en quien preside el espíritu de Dios? Pero ¡ah! una dolorosa experiencia nos ha hecho ver los sacrificios que era capaz de hacer por ella. Me veo, precisado a recordaros los terribles sucesos que han ocupado el espacio de nuestros días, y que jamás se leerán sin asombro. Es necesario descorrer el velo que oculta unos hechos que debería sepultar un eterno olvido.

Sabéis que el tirano de las Galias, ese horrendo e infame monstruo, que la Córcega produjo para castigo de la humanidad, Napoleón Bonaparte, después de haber corrido con la llama desoladora en las manos por los hermosos países de la Alemania, la Suiza, la Saboya, el Piamonte, Génova, Roma , Florencia, Nápoles y los de la Italia entera: embriagado con los vapores de un torrente de sangre que ha derramado, se arroja al último crimen, que no le es dado a la posteridad comparar debidamente; y a impulsos de su cálculo exterminador, quiere extinguir la augusta casa de los Borbones, y ocupar la España, para fijar los intereses sucesivos de su familia. A este efecto desprecia los beneficios con que esta ilustre nación le ha sacrificado su marina, sus soldados, sus millones y todos sus recursos; y sin acordarse que en los españoles aun no se apaga el fuego de los de Sagunto y de Numancia, y que nuestras tropas no son inferiores en el valor a las de aquellos hombres, que bajo las banderas de Viriato y de Sertotorio, hicieron retemblar las murallas de la soberbia Roma; olvidando, en fin, que  los españoles están acostumbrados por su fidelidad y ardimiento a fijar las coronas en las sienes de sus monarcas, arrastra a nuestro adorado Fernando para sus estados con una cadena de engaños, cautelas y perfidias: sorprende su franqueza, y con los artificios más mezquinos trata de usurparle aquella corona, que la España miraba como su salvación y su vida. ¿Con qué lenguaje escribirán los historiadores este suceso? No hay pincel que pueda bosquejar el contraste tan vivo que desde aquí se advierte entre la virtud y el vicio, entre la religión y el libertinaje,  

Representaos un conquistador descarado que traspasando el derecho de gentes, la fe de sus promesas, toda ley divina y humana sin perdonar aun los medios más vergonzosos, trata de pervertir su alma inocente, y de borrar en ella cuanto imprimió de divino la religión; que ambicioso como Alejandro llora por no haber conquistado otro mundo, y confiado en el número de sus tropas y pericia de sus capitanes, después de insultar desvergonzado, como el impío Antíoco, al gran Dios de los ejércitos, llamándose el omnipotente e irresistible, no teme amenazar a nuestro soberano con la terrible disyuntiva, de que no hay medio entre la cesión de la corona o la muerte (5). Decidido según sus perversos designios por el partido afrentoso de Godoy, a quien ya no quedaba otro recurso que la confusión y el cadahalso, forja un embrollo de protestas, abdicaciones, decretos, cartas y libelos para colmar los planes de su negra perfidia, pero en medio de tan deshecha borrasca ¿cuál es el estado de nuestro rey?

¡Ah! su corazón está poseído de los sentimientos de piedad, que en nada estiman los bienes de la tierra; de los sentimientos de valor, que hacen a la virtud, sino inaccesible, superior a lo menos al infortunio; de los sentimientos de religión, que obligan a la justicia, aun cuando triunfa, a que envidie la suerte de la inocencia oprimida. De aquí es que jamás deja la frecuencia de los Santos Sacramentos, ni las repetidas visitas al adorable misterio de los altares. La compasión, que ha crecido con sus entrañas, le obliga a visitar los enfermos, y consolarlos con su real presencia. Se aparta todos los días de los compañeros de su desgracia para tratar con Dios en el santo silencio de la oración, y por esto ni la impresión dura del mal presente, ni la memoria triste del mal pasado, ni el presentimiento congojoso del mal futuro, son capaces de contrastar la robustez de su espíritu. No es esta una pintura de mi imaginación exaltada. No es una imagen fingida con que yo trate de sorprender vuestra credulidad. Son hechos constantes que a la faz del universo refiere el capellán de honor y confesor de S. M. católica, que le acompañaba en su arresto, y que llevan impreso el carácter de la verdad (6).  

Sí, feliz castillo de Valencey, tú le viste muchas veces extender los brazos al cielo para interesar el poder supremo en la felicidad de su reino. Le viste pedir instantemente que encendiese en el corazón de sus vasallos la llama del honor; que hiciese lucir en sus pueblos el sol de la fe; que regase sus campos con el río de la abundancia, y que desapareciese para siempre de sus provincias el monstruo de la guerra. Viste el piadoso celo, que lo hizo reformar el indecente ultraje, con que en la iglesia de aquella población se exponía cada mes el Santísimo Sacramento en una custodia de una materia vil e indecente (7), sustituyendo una muy hermosa en un bello tabernáculo, y proveyendo aquella iglesia de todos los paramentos sagrados de que carecía.

Estos hechos marcados con el sello de la religión, nos conducen a aquellos tiempos en que José en Egipto, Daniel en Babilonia, y Tobías en Nínive, conservaron incontaminada la santidad de sus dogmas, a pesar del contagio de aquellas ciudades, porque a la verdad, sostener en el centro de una Babilonia prostituida su divino carácter, dejarse ver como un fiel adorador del Dios verdadero en medio de una comitiva que con la perversidad de sus máximas, con la corrupción de sus ejemplos y con el hechizo de halagüeños objetos cierra todos los caminos de la virtud ¿no es imitar la conducta de aquellos héroes, y la última prueba de un corazón penetrado de sus santas verdades? Tal fue, señores, la situación a que se vio reducido nuestro augusto monarca; y yo me contento con que vosotros conjeturéis todo lo que la ingeniosa malignidad, empeñada en pervertirle, pudo inventar para contrastar su inocencia, sin referir sucesos, que violarían la santidad de este lugar, y ofenderían vuestra modestia (8)

¿Y quién al contemplar estos rasgos magníficos no advierte en su persona el sostén y el más firme apoyo de la religión? Convengamos, pues, ciudad fiel parte ilustre de su dominación, en que, solemnizando la restauración al trono de nuestro adorado Fernando, dais un testimonio de vuestra religión, como acabáis de ver; y que prometiéndoos de su feliz reinado los días de vuestra mayor prosperidad, dais igualmente un testimonio de vuestro patriotismo como voy a manifestaros en mi segunda parte.

Que la nación española ha reconocido en nuestro augusto soberano un restaurador generoso de sus intereses y su gloria, es una verdad que acreditó desde su exaltación al trono, cuando llena de toda la dignidad que le es propia, le tributó sus votos y homenajes; pero si entonces, enajenada del gozo le daba los más solemnes testimonios de su fidelidad y amor ¿los ha dado después inferiores en los valientes esfuerzos con que trató de arrancarle de las manos del tirano? Se atropellan en mi imaginación los sucesos, y yo no puedo presentaros sino en un golpe de vista el heroísmo con que han prodigado su sangre y sus vidas para recobrar la libertad de un soberano en quien veían vinculada la felicidad de la patria, Lejos de intimidarse con el furor enemigo, que ha profanado sus templos, envilecido su sacerdocio, usurpado sus heredades y hecho toda suerte de robos, injusticias, depredaciones y males ¿no han presentado sus denodados pechos al fuego y a la muerte? Yo veo toda clase de ciudadanos, grandes y plebeyos, ricos y pobres: los sacerdotes, las mujeres y aun los niños, corren presurosos a las armas; y sin asustarse con el horroroso estallido del cañón, rodean las murallas enemigas, recobran sus plazas, y despreciando animosos las intimaciones de indignación y amenazas, han hecho suyos los laureles que ciñeron la frente de los vencedores en los Campos de Jena, Austerlizt, Marengo y Friedland, y han triunfado en todas partes de esas legiones de vándalos, que enorgullecidos con las victorias que alcanzaron sobre naciones mal unidas,  venían cargadas de los despojos de la Europa a derramar sobre las hermosas campiñas de la feliz Hesperia el fuego de la desolación.  

Pero ¿de qué esfuerzos no era digno un monarca, a quien la Providencia inefable, que con un orden justo regla siempre los sucesos de los imperios, había destinado para la defensa de la patria?  Por qué su augusta persona ¿no está dotada de aquellas virtudes que son el honor de la religión, el ornamento del trono y las delicias de sus vasallos? Se arrebata el corazón entre los más vivos transportes de reconocimiento, y sin sentir se vienen las lágrimas a los ojos cuando se leen aquellas tiernas palabras, que decía al señor Escoiquiz en su prisión; «Mi vida sea en hora buena sacrificada al oprobio de ese soberbio conquistador.... pero mis amados pueblos, la religión, las costumbres, ¡oh, qué amargos recuerdos! Ya no volveré a ver a mis hermanos, a mis hijos y principalmente a los habitantes de mi fiel pueblo de Madrid. ¿Cuál será su suerte en este momento?» (9).

¿Y qué no deberá esperar de tan heroicas disposiciones el orden público, la unidad y armonía del estado? Esta alma penetrada de tan tiernos sentimientos se manifiesta superior a las tramas, interpresas y artificios más poderosos. Y no siéndome dado el seguir una a una las disposiciones de su real ánimo por el bien de la patria, permitidme os las presente reducidas a un solo rasgo de aquella fortaleza, que ha formado siempre los héroes. Le propone el usurpador común que abdique la corona de España en sus manos, ofreciéndole otros estados: y ¿cuál es su firmeza para rechazar tan horrendo proyecto? ¡Ah! El rey muda de color, nos dice el Escoiquiz, que se hallaba presente, arroja sobre aquel cuerpo, que encerraba tan negra perfidia, una mirada de insultante menosprecio; enmudécele el enojo, y al fin salen de su boca estas expresiones semejantes al trueno: «Moriré, pero será siendo rey de la España» (10). Ved aquí de lleno la imagen de una alma grande criada para reinar; ved el esforzado aliento de los héroes reprimiendo el orgullo más insolente, y obligando a respetar a uno de los mayores monarcas del orbe. ¡Qué raro! ¡Qué heroico ejemplo, digno de mandarse en láminas eternas a todos los siglos y naciones!

Mi alma en este momento trasportada hasta los pies de vuestro augusto trono felicita, poderoso monarca, en este día de vuestro cumpleaños, a nombre de la ilustre Querétaro, el reinado feliz que nos anuncia ese brillante cúmulo de virtudes, con que el supremo dador de todo bien ha distinguido vuestra real persona. En ellas se afianza la seguridad de los particulares: la estabilidad de los cuerpos: la obediencia de los pueblos, y la autoridad de los jueces. La piedad y la ciencia hallarán siempre en vuestras manos guías seguras para la juventud; para los altares un cuerpo de ministros celosos; para el trono un cuerpo de vasallos fieles; y para la patria un cuerpo de ciudadanos irreprehensibles. Vos, en fin, esparciréis con un cetro benéfico la felicidad y las virtudes públicas sobre un pueblo tan generoso, tan estrechado a vuestra causa, y tan amante de vuestro decoro.

Ahora os pregunto, americanos desgraciados, que en esta noble porción de los dominios de tan poderoso rey habéis levantado el estandarte de la rebelión, bajo el especioso pretexto de conservarlos para S, M. ¿en dónde está la jurada obediencia, el pacto inviolable y la incorrupta lealtad que deben y prometen los vasallos al soberano? Vuestro sistema destructor ¿no hace caer en un tenebroso caos al culto verdadero, al trono y al estado, conforme a la terrible sentencia de Jesucristo, de que todo reino dividido entre sí se desolará? Si los ministros que representan su autoridad en la América no hacen todo el bien que querrían, o no evitan todo el mal que sucede, ¿hemos de olvidar por esto el beneficio de que les es deudor el estado? Y aunque fuesen tales como nos los representa la calumnia, ¿no son hombres sujetos a las flaquezas comunes?

Pero para dar por tierra con todo pretexto revolucionario, oíd lo que el soberano nos asegura en lo relativo a la felicidad de la América por medio de los excelentísimos señores, sus secretarios de estado y gobierno: «Después de recibir, nos dicen, de personas imparciales los informes que aquí he pedido, de los excesos que haya habido de una y otra parte, se colocará en medio de sus hijos de Europa y América, y hará cesar la discordia, que nunca se hubiera verificado entre hermanos, sin la ausencia y cautiverio del padre»(11). ¿Y quién después de esto, sin ultraje de la piedad, sin escándalo de los buenos y sin armar contra sí la cólera del cielo, tendrá la audacia de negarse a la subordinación, obsequio y fidelidad de un padre benéfico, cuya providencia amorosa atraviesa como un majestuoso río las cuatro partes del mundo en que reina, para derramar en todas los saludables efectos de su bondad regia?

Pero gracias inmortales al Dios eterno que yo hablo en medio de un pueblo que se ha distinguido siempre en el celo y tierno afecto a la augusta persona de sus reyes. Sí, muy noble y muy leal ciudad de Querétaro, esta solemne acción de gracias con que celebráis la restitución al trono de nuestro amado soberano, ratificará en las edades futuras vuestra lealtad y amor. Ella es un testimonio de vuestra religión, porque por este medio ensalzáis las virtudes que ha impreso en su corazón, y de que ha dado los más auténticos testimonios, a pesar del contagio que le rodeaba en un país enemigo, y entre los horrores de la persecución más viva. Es igualmente un testimonio de vuestro patriotismo, porque la patria ha sido el tierno objeto de sus desvelos, haciéndole los más nobles sacrificios, y porque esta debe prometerse su prosperidad y engrandecimiento de la bondad de un soberano que se digna continuamente inclinar sus benignos ojos hacia las miserias de sus vasallos para ahogarlas en el seno de su clemencia. Grabad, pues, su real nombre en vuestros corazones, para que, pasando de una en otra generación, la posteridad más remota reconozca vuestros tributos de fidelidad.

Y convertidos a vos, soberano Jesús, fuente inagotable de gracias, os pedimos humillados, que, pues nos habéis concedido en vuestra misericordia, como una prenda de predilección a esta monarquía, un rey según vuestro corazón, coronéis vuestra obra sosteniendo sus virtudes, dilatéis su vida y señaléis su reinado con el precioso sello de la dulce paz. Haced, Señor, brillar así vuestro poder, y que todos celebremos eternamente las maravillas de vuestra diestra poderosa. Así sea.

Notas

(1)   Ad. Roma cap. 8 , v. 17.

(4)   Copia de la carta de S. M. católica al soberano pontífice en abril de 1808.

(5)   En la expresion del senor Cevallos sobre los hechos y maquinaciones que preparaban la usurpación de la corona de España, escrita en Madiid a 1 de septiembre de 1808.  

(6) El Dr. D. Blas Ostolaza en las notas 16 y 13 de su sermón patriótico moral, dicho en la Iglesia de los RR. PP. carmelitas de la ciudad de Cadiz, en el año de 1810.

(7) El mismo en la nota 9, en que refiere que en la Iglesia del castillo de Valencey se exponía cada mes el Santísimo Sacramento en una custodia de hoja de lata, colocada en un indecente tabernáculo. 

(8) En las notas 5 y 6 del mismo autor, en que se refieren los lazos que tendieron a la inocencia del rey, madama Tayllerand y otras que le acompañaban.

(9) Copia de una carta del Sr. Escoiquiz escrita a los españoles en Bayona..

(10) Expresiones que constan en la citada carta.

(11) Real orden dada en Madrid a 24 de mayo de 1814.


Fuente: Sánchez, José María. (1815). Sermón que en la restitución al trono del señor don Fernando Séptimo (Q.D.G.) predicó en la iglesia de la venerable congregación de Nuestra Señora Santa María de Guadalupe. México : Imp. de D. José María Benavente, 1815. 93 p. https://bibliotecavirtualdemexico.cultura.gob.mx/libros/CJM/352167_1.pdf .


Este escrito también se menciona en el Catálogo de la colección de José María Lafragua, de la siguiente manera:

545. QUERÉTARO, Ayuntamiento Sermón que en la restitución al trono del señor don Fernando Séptimo (Q.D.G.), predicó en la iglesia de la venerable Congregación de Nuestra Señora de Santa María de Guadalupe, el Br. don José María Sánchez, prefecto de ella. Publícalo el muy ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento de Querétaro. Quien lo dedica al mismo católico monarca. México, impreso a expensas de los individuos del mismo Ayuntamiento en la Imprenta de José María de Benavente, 1815 [8]-27 p.

Fechado en Querétaro el 15 de diciembre de 1814 por Ignacio García Rebollo, José María Frías y Tobar, marqués de Villar del Águila, Luis Sánchez del Villar, Salvador Frías, Francisco Varela y Dávila, Máximo López Cahonzy, Juan Nepomuceno Mier y Altamirano, Manuel López de Ecala, José Luis Primo Villanueva, Francisco Guevara, José Estrada Novadas, José Manuel de Septién, José Mendoza, Tomás Fermín López de Ecala, Manuel María Ramírez de Arellano, Pedro Patiño Gallardo. Predicado en la solemne acción de gracias efectuada en la ciudad de Querétaro, por la restitución de Fernando VII al trono de España, como testimonio de la religión y del patriotismo de los queretanos. El predicador, José María Sánchez, explica la ayuda mutua que existía entre el trono y la religión, con el fin de lograr el orden en el destino de los hombres. Tema que utiliza para resaltar la conducta religiosa del recién llegado monarca de su cautiverio en Francia. Reseña los acontecimientos de la invasión napoleónica en España, a la que repudia, y la actuación del rey. Este monarca, “poseído de los sentimientos de piedad y de justicia”, se comportó rectamente durante su cautiverio a manos del emperador. Exhorta a los insurgentes novohispanos a subordinarse al legítimo rey, para evitar la sentencia de Jesucristo, de que todo reino dividido entre sí, sería desolado y destruido. (1277) Catálogo de Rocío Meza Oliver. 1811-1821. Enlace a esta ficha: https://lafragua.iib.unam.mx/catalogo/1811-1821/545



6 de febrero de 1815. El presbítero José María Sánchez predica en la función a Nuestra Madre Santísima del Pueblito.

6 de febrero de 1815. El presbítero José María Sánchez predica en la función a Nuestra Madre Santísima del Pueblito, como prefecto de la congregación de Guadalupe.  Así lo informa José Xavier Argomaniz en su Diario de Querétaro.

Febrero

6. Hoy fue la función de Nuestra Nuestra Madre Santísima del Pueblito, por su mayordomo, el republicano don José Manuel Septién. Predicó el señor prefecto de la congregación, bachiller don José María Sánchez. Salió mayordomo para el siguiente año el capitán don Francisco Cabello.

Fuente: Argomaniz, José Xavier. Diario de Querétaro del año de 1815. Obtenido el 14 de noviembre de 2022 de http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020004662_C/1020004669_T9/1020004669_002.pdf .

 6 de febrero de 1815. El Pbro. José María Sánchez predica en la función a Nuestra Madre Santísima del Pueblito.


14 de diciembre de 1816. Prédica del Pbro. José María Sánchez en la función de la hermandad de pobres.

14 de diciembre de 1816. Prédica del Pbro. José María Sánchez en la función de la hermandad de pobres. Así lo informa José Xavier Argomaniz en su Diario de Querétaro.

14. En la función de la hermandad de pobres, predicó el señor prefecto don José María Sánchez. Por la tarde, se procedió del mayordomo y fue proclamado el actual capitán don Miguel Rubín, y en 3° año ... el licenciado don Vicente Liño Sotelo. Diputados los actuales y solo se nombraron nuevos al bachiller don Miguel Lejarzan y don Miguel Machuca.

Fuente: Argomaniz, José Xavier. Diario de Querétaro del año de 1816. Nota: Dice 1814, pero en realidad es 1816. Obtenido el 14 de noviembre de 2022 de http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020004662_C/1020004668_T8/1020004668_005.pdf .

 14 de diciembre de 1814. Prédica del Pbro. José María Sánchez en la función de la hermandad de pobres.


12 de diciembre de 1816. El Pbro. José María Sánchez, como prefecto, predica en la función a Santa María de Guadalupe.

12 de diciembre de 1816. El presbítero José María Sánchez, como prefecto, predica en la función a Santa María de Guadalupe. Así lo informa José Xavier Argomaniz en su Diario de Querétaro.

12. Fue la función de Nuestra Madre Santísima de Guadalupe con la solemnidad acostumbrada y predicó el actual señor prefecto don José María Sánchez. El rosario por la tarde, fue asimismo con la decencia acostumbrada.

Fuente: Argomaniz, José Xavier. Diario de Querétaro del año de 1816. Nota: Dice 1814, pero en realidad es 1816. Obtenido el 14 de noviembre de 2022 de http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020004662_C/1020004668_T8/1020004668_005.pdf .

 12 de diciembre de 1814. El Pbro. José María Sánchez, como prefecto, predica en la función a Santa María de Guadalupe.


10 de noviembre de 1816. Prédica del Pbro. José María Sánchez en el canto de la primera misa de don Fermín Osores.

10 de noviembre de 1816. Prédica del presbítero José María Sánchez en el canto de la primera misa de don Fermín Osores, hermano del también presbítero y doctor Félix Osores. Así lo informa José Xavier Argomaniz en su Diario de Querétaro.

10. Cantó su primera misa, en la iglesia de San Felipe Neri, el bachiller don Fermín Osores, y fueron padrinos de altar, el doctor, su hermano don Félix, cura de Santa Ana, y don José María de la Torre, cura de San Sebastián. Padrinos de agua el coronel don Fernando Romero Martínez y el teniente coronel don Manuel Samaniego. Predicó el bachiller don José María Sánchez. Estuvo esta función muy solemmne y se sirvió un abundante refresco.

Fuente: Argomaniz, José Xavier. Diario de Querétaro del año de 1816. Nota: Dice 1814, pero en realidad es 1816. Obtenido el 14 de noviembre de 2022 de http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020004662_C/1020004668_T8/1020004668_005.pdf .

10 de noviembre de 1814. Prédica del Pbro. José María Sánchez en el canto de la primera misa de don Fermín Osores.