SERMÓN
QUE EN LA RESTITUCIÓN AL TRONO
DEL SEÑOR
DON FERNANDO SÉPTIMO
(Q. D. G.),
PREDICÓ EN LA IGLESIA DE LA VENERABLE
CONGREGACIÓN DE NUESTRA SEÑORA SANTA MARÍA DE GUADALUPE,
EL BR. DON JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ,
PREFECTO DE ELLA.
PUBLÍCALO
EL MUY ILUSTRE CABILDO, JUSTICIA Y REGIMIENTO DE QUERÉTARO,
QUIEN LO DEDICA
AL MISMO CATÓLICO MONARCA.
MÉXICO: 1815.
Impreso expensas de los individuos del mismo ayuntamiento
en la imprenta de D. José Maria de Benavente.
I
Felix dies in qua reversus es ad terram patrum tuorum, et sedisti in sede regni eorum,.
Bendito sea el dia en que has vuélto a la tierra de tus padres, y en que te has sentado en la silla de su reino.
(En el capítulo 10 del libro 1 de los Macabeos, verso 55).
¿Hay necesidad de que yo haga ver en este día el gozo que inunda vuestros corazones? ¿Es necesario que yo publique las maravillas que la poderosa diestra del excelso ha obrado en favor de nuestra madre patria, y de todos estos dominios, restituyendo, al solio de sus padres, a nuestro augusto soberano el señor don Fernando VII, después de haber sufrido por largo tiempo su alma generosa los más terribles contrastes en el país de la persecución y de la perfidia? ¿Cuánto veo aquí no indica vuestros nobles sentimientos? Este ilustre congreso, este aparato magnífico, las señales de gozo que se dejan ver en vuestros semblantes ¿no anuncian del modo más persuasivo y eficaz todo lo que este grande objeto ha podido inspiraros? Pero vuestra religión, nobilísima Querétaro, ese divino carácter que habéis conservado sin horrura ni fealdad desde el tiempo de vuestra conquista, os conduce hoy a este santuario, para humillaros alrededor del trono del Dios vivo, y tributarle las más reverentes gracias por tan singular beneficio, como a rey de todas las majestades, y señor absoluto de todos los que dominan. Y ved aquí lo que enajena todo mi espíritu. Porque ¿podrán acaso los pensamientos más oportunos, presentados con claridad y discreción, sostenidos con delicadez y energía, y avivados con todos los primores y escrupulosa exactitud del arte, explicar la dulce emoción que ha causado en vosotros este plausible suceso, que hará época memorable en los fastos de la nación?
En efecto, es asunto superior a toda expresión, y yo no alentaría mi débil voz para tratarlo, si no esperase que los impulsos de vuestra piedad y amor suplirán todo lo que falta a la oración que voy a pronunciar; y si en las palabras que elijo por texto no hallase el justo tributo de alabanzas debido a nuestro gran monarca, ellas son una acción de gracias, con que Ptolomeo, rey de Egipto, celebra la vuelta de Alejandro, hijo de Antíoco Epifanes, al solio de su reino, después de haber combatido contra las poderosas huestes de Demetrio, a quien dejó muerto en la campaña, derrotando gloriosamente todo su ejército. ¿Y qué expresiones más propias para protestar nuestro amor, reconocimiento y vasallaje al más amado de los reyes, a quien la adorable Providencia ha vuelto al trono de sus mayores, después de haberle tocado con las más duras pruebas? Feliz pues el día en que has vuelto a la tierra de tus padres, y en que te has sentado en la silla de su reino. (Felix dies in qua reversus es ad terram patrum tuorum, et sedisti in sede regni eorum).
Y sin abusar de vuestra atención, voy a manifestaros que esta solemne acción de gracias es un testimonio de vuestra religión y patriotismo. Es un testimonio de vuestra religión porque esta se honra en la persona de un monarca que la ha profesado abiertamente entre los enemigos que la persiguen: primera parte. Lo es de vuestro patriotismo porque los intereses de la patria se afianzan en el cetro de un rey que ha hecho por ella los más nobles sacrificios. No permitáis, Dios eterno, que mi pecho inflamado exhale algún incienso que no pueda ofrecerse a la diadema de un rey mortal. Adoro vuestra soberanía, y sé que os pertenecen de un modo singular el honor, la alabanza y la gloria, como a Rey inmortal de los siglos. Alentad mis débiles facultades para que el auditorio que me escucha admire las santas virtudes de un monarca religioso, e imite su edificante conducta. Esta gracia os pido por la poderosa mediación de vuestra Madre divina.
Que la religión y el trono deben sostenerse mutuamente es un orden establecido por vuestra inefable Providencia (S. J. S.) No hay duda, de la unión de la autoridad sagrada de los pontífices, y de la soberana de los reyes, resulta el orden admirable que felicita los diversos destinos de los hombres. El fin de la primera es hacernos santos, hijos de Dios y coherederos de su reino con Jesucristo (1). El de la segunda, es darnos sobre la tierra, por medio de su vigilancia, una vida dulce y pacífica. El Señor no ha querido que recibamos estos dones por una sola mano. Amarías, sacerdote y pontífice vuestro, nos dice en el segundo libro de los Paralipómenos (2): «será el presidente en aquellas cosas que pertenecen a Dios; y Zabadías, hijo de Ismael, que es el caudillo de la casa de Judá, lo será en todos aquellos negocios que tocan al servio del rey». Estas dos potestades, aunque soberanas e independientes en lo que a cada una corresponde, obran de concierto, y recíprocamente se asisten en el cumplimiento de sus designios. El pontífice manda a los fieles que obedezcan las leyes del príncipe, y que a ejemplo de Jesucristo y sus apóstoles den al César lo que es de César (3) y estén sujetos a las potestades del mundo. El príncipe emplea su autoridad para hacer observar a sus vasallos las sabias determinaciones de la Iglesia en todo lo que le corresponde, defendiendo las puertas del santuario y protegiendo a sus sagrados ministros. Y de este modo, entrelazadas estas dos potestades, la Iglesia descansa pacíficamente bajo los pabellones de Jacob y tiendas de Israel; y el príncipe se mira como un destello de la divinidad, como la imagen del poder supremo y de aquella Providencia universal, que provee a todas las criaturas y atiende a todas las cosas.
Supuesto este admirable concierto, esta alianza íntima entre el sacerdocio y el imperio, inferid cuanta deberá ser la gloria de una nación católica al ver subir a su trono un monarca; en cuyo real animo ha inspirado la religión desde sus más tiernos años la libertad, los intereses y derechos de ella; un monarca, que si ha recibido en los tiempos de su persecución las pruebas más decisivas de la fidelidad, obediencia y amor de sus pueblos, no las ha dado inferiores de su moderación, bondad, justicia y religión. Para manifestaros, pues, según estos principios, que cuando celebramos la restitución al trono de nuestro augusto soberano, ensalzamos en ella un nuevo triunfo, y damos un testimonio de nuestra religión. Veamos lo que esta nos hace esperar de su catolicismo en su defensa.
Pero desde aquí comienzo a sentir el peso de la superioridad de mi asunto: desfallecen las facultades de mi alma cuando entiendo que no puedo explicaros todo lo que la santidad de la religión ha obrado en su heroico espíritu. Luego que sube al trono augusto que fundaron los Ataulfos, santificaron los Recaredos, restablecieron los Pelayos y llenaron de gloria tantos reyes católicos, al trono feliz en que se han estrellado siempre las soberbias olas de la herejía, del error y del fanatismo, hierve y florece en sus venas la sangre de los Fernandos, Alfonsos, Felipes, Carlos y la de aquel héroe de santidad, San Fernando, que después de haber reinado felizmente en nuestra España, resplandece en la Santa Sion, en el alto solio que le fabricaron sus merecimientos; apenas fija el pie sobre este trono de dos mundos, y toma en manos aquel cetro, que con sus gloriosas conquistas ha extendido el imperio de la religión desde el Aquilón al Austro, cuando vuelve sus ojos reverentes al centro de la unidad, a la capital Roma, para participar su exaltación a la cabeza visible de la Iglesia; pero ¡con qué expresiones tan vivas de rendimiento y sumisión!: «Santísimo padre —le dice—, me es preciso cumplir con la mayor de mis obligaciones, que es la de ponerme a los pies de V. B., y así lo ejecuto en cuanto puedo, escribiendo esta de rodillas, y después de besarlos, según mi devota intención». Le suplica, que corrija los abusos y relajaciones que su perspicacia advirtiere, moderando también o anulando las concesiones que S. S. haya hecho en el anterior reinado, y le hayan sido en algún modo repugnantes y contrarias a la legítima disciplina de la Iglesia y a las buenas costumbres. Y termina: «esperando de su benignidad las órdenes comunicadas para ponerlas inmediatamente en ejecución, pues no apetezco —dice—, otra cosa, sino que caminemos ambos a un mismo fin, para que los brazos pontificio y regio se sostengan recíprocamente» (4).
¿Y no es esto manifestar sobre su corona el divino carácter de la religión, erigiéndole en su pecho uno de sus más reverentes altares? Este rasgo brillante ¿no nos anuncia renovada en su augusta persona la piedad religiosa de David, Josafat, Luis y Fernando? ¿Pues qué no deberá esperarse de un príncipe en quien preside el espíritu de Dios? Pero ¡ah! una dolorosa experiencia nos ha hecho ver los sacrificios que era capaz de hacer por ella. Me veo, precisado a recordaros los terribles sucesos que han ocupado el espacio de nuestros días, y que jamás se leerán sin asombro. Es necesario descorrer el velo que oculta unos hechos que debería sepultar un eterno olvido.
Sabéis que el tirano de las Galias, ese horrendo e infame monstruo, que la Córcega produjo para castigo de la humanidad, Napoleón Bonaparte, después de haber corrido con la llama desoladora en las manos por los hermosos países de la Alemania, la Suiza, la Saboya, el Piamonte, Génova, Roma , Florencia, Nápoles y los de la Italia entera: embriagado con los vapores de un torrente de sangre que ha derramado, se arroja al último crimen, que no le es dado a la posteridad comparar debidamente; y a impulsos de su cálculo exterminador, quiere extinguir la augusta casa de los Borbones, y ocupar la España, para fijar los intereses sucesivos de su familia. A este efecto desprecia los beneficios con que esta ilustre nación le ha sacrificado su marina, sus soldados, sus millones y todos sus recursos; y sin acordarse que en los españoles aun no se apaga el fuego de los de Sagunto y de Numancia, y que nuestras tropas no son inferiores en el valor a las de aquellos hombres, que bajo las banderas de Viriato y de Sertotorio, hicieron retemblar las murallas de la soberbia Roma; olvidando, en fin, que los españoles están acostumbrados por su fidelidad y ardimiento a fijar las coronas en las sienes de sus monarcas, arrastra a nuestro adorado Fernando para sus estados con una cadena de engaños, cautelas y perfidias: sorprende su franqueza, y con los artificios más mezquinos trata de usurparle aquella corona, que la España miraba como su salvación y su vida. ¿Con qué lenguaje escribirán los historiadores este suceso? No hay pincel que pueda bosquejar el contraste tan vivo que desde aquí se advierte entre la virtud y el vicio, entre la religión y el libertinaje,
Representaos un conquistador descarado que traspasando el derecho de gentes, la fe de sus promesas, toda ley divina y humana sin perdonar aun los medios más vergonzosos, trata de pervertir su alma inocente, y de borrar en ella cuanto imprimió de divino la religión; que ambicioso como Alejandro llora por no haber conquistado otro mundo, y confiado en el número de sus tropas y pericia de sus capitanes, después de insultar desvergonzado, como el impío Antíoco, al gran Dios de los ejércitos, llamándose el omnipotente e irresistible, no teme amenazar a nuestro soberano con la terrible disyuntiva, de que no hay medio entre la cesión de la corona o la muerte (5). Decidido según sus perversos designios por el partido afrentoso de Godoy, a quien ya no quedaba otro recurso que la confusión y el cadahalso, forja un embrollo de protestas, abdicaciones, decretos, cartas y libelos para colmar los planes de su negra perfidia, pero en medio de tan deshecha borrasca ¿cuál es el estado de nuestro rey?
¡Ah! su corazón está poseído de los sentimientos de piedad, que en nada estiman los bienes de la tierra; de los sentimientos de valor, que hacen a la virtud, sino inaccesible, superior a lo menos al infortunio; de los sentimientos de religión, que obligan a la justicia, aun cuando triunfa, a que envidie la suerte de la inocencia oprimida. De aquí es que jamás deja la frecuencia de los Santos Sacramentos, ni las repetidas visitas al adorable misterio de los altares. La compasión, que ha crecido con sus entrañas, le obliga a visitar los enfermos, y consolarlos con su real presencia. Se aparta todos los días de los compañeros de su desgracia para tratar con Dios en el santo silencio de la oración, y por esto ni la impresión dura del mal presente, ni la memoria triste del mal pasado, ni el presentimiento congojoso del mal futuro, son capaces de contrastar la robustez de su espíritu. No es esta una pintura de mi imaginación exaltada. No es una imagen fingida con que yo trate de sorprender vuestra credulidad. Son hechos constantes que a la faz del universo refiere el capellán de honor y confesor de S. M. católica, que le acompañaba en su arresto, y que llevan impreso el carácter de la verdad (6).
Sí, feliz castillo de Valencey, tú le viste muchas veces extender los brazos al cielo para interesar el poder supremo en la felicidad de su reino. Le viste pedir instantemente que encendiese en el corazón de sus vasallos la llama del honor; que hiciese lucir en sus pueblos el sol de la fe; que regase sus campos con el río de la abundancia, y que desapareciese para siempre de sus provincias el monstruo de la guerra. Viste el piadoso celo, que lo hizo reformar el indecente ultraje, con que en la iglesia de aquella población se exponía cada mes el Santísimo Sacramento en una custodia de una materia vil e indecente (7), sustituyendo una muy hermosa en un bello tabernáculo, y proveyendo aquella iglesia de todos los paramentos sagrados de que carecía.
Estos hechos marcados con el sello de la religión, nos conducen a aquellos tiempos en que José en Egipto, Daniel en Babilonia, y Tobías en Nínive, conservaron incontaminada la santidad de sus dogmas, a pesar del contagio de aquellas ciudades, porque a la verdad, sostener en el centro de una Babilonia prostituida su divino carácter, dejarse ver como un fiel adorador del Dios verdadero en medio de una comitiva que con la perversidad de sus máximas, con la corrupción de sus ejemplos y con el hechizo de halagüeños objetos cierra todos los caminos de la virtud ¿no es imitar la conducta de aquellos héroes, y la última prueba de un corazón penetrado de sus santas verdades? Tal fue, señores, la situación a que se vio reducido nuestro augusto monarca; y yo me contento con que vosotros conjeturéis todo lo que la ingeniosa malignidad, empeñada en pervertirle, pudo inventar para contrastar su inocencia, sin referir sucesos, que violarían la santidad de este lugar, y ofenderían vuestra modestia (8).
¿Y quién al contemplar estos rasgos magníficos no advierte en su persona el sostén y el más firme apoyo de la religión? Convengamos, pues, ciudad fiel parte ilustre de su dominación, en que, solemnizando la restauración al trono de nuestro adorado Fernando, dais un testimonio de vuestra religión, como acabáis de ver; y que prometiéndoos de su feliz reinado los días de vuestra mayor prosperidad, dais igualmente un testimonio de vuestro patriotismo como voy a manifestaros en mi segunda parte.
Que la nación española ha reconocido en nuestro augusto soberano un restaurador generoso de sus intereses y su gloria, es una verdad que acreditó desde su exaltación al trono, cuando llena de toda la dignidad que le es propia, le tributó sus votos y homenajes; pero si entonces, enajenada del gozo le daba los más solemnes testimonios de su fidelidad y amor ¿los ha dado después inferiores en los valientes esfuerzos con que trató de arrancarle de las manos del tirano? Se atropellan en mi imaginación los sucesos, y yo no puedo presentaros sino en un golpe de vista el heroísmo con que han prodigado su sangre y sus vidas para recobrar la libertad de un soberano en quien veían vinculada la felicidad de la patria, Lejos de intimidarse con el furor enemigo, que ha profanado sus templos, envilecido su sacerdocio, usurpado sus heredades y hecho toda suerte de robos, injusticias, depredaciones y males ¿no han presentado sus denodados pechos al fuego y a la muerte? Yo veo toda clase de ciudadanos, grandes y plebeyos, ricos y pobres: los sacerdotes, las mujeres y aun los niños, corren presurosos a las armas; y sin asustarse con el horroroso estallido del cañón, rodean las murallas enemigas, recobran sus plazas, y despreciando animosos las intimaciones de indignación y amenazas, han hecho suyos los laureles que ciñeron la frente de los vencedores en los Campos de Jena, Austerlizt, Marengo y Friedland, y han triunfado en todas partes de esas legiones de vándalos, que enorgullecidos con las victorias que alcanzaron sobre naciones mal unidas, venían cargadas de los despojos de la Europa a derramar sobre las hermosas campiñas de la feliz Hesperia el fuego de la desolación.
Pero ¿de qué esfuerzos no era digno un monarca, a quien la Providencia inefable, que con un orden justo regla siempre los sucesos de los imperios, había destinado para la defensa de la patria? Por qué su augusta persona ¿no está dotada de aquellas virtudes que son el honor de la religión, el ornamento del trono y las delicias de sus vasallos? Se arrebata el corazón entre los más vivos transportes de reconocimiento, y sin sentir se vienen las lágrimas a los ojos cuando se leen aquellas tiernas palabras, que decía al señor Escoiquiz en su prisión; «Mi vida sea en hora buena sacrificada al oprobio de ese soberbio conquistador.... pero mis amados pueblos, la religión, las costumbres, ¡oh, qué amargos recuerdos! Ya no volveré a ver a mis hermanos, a mis hijos y principalmente a los habitantes de mi fiel pueblo de Madrid. ¿Cuál será su suerte en este momento?» (9).
¿Y qué no deberá esperar de tan heroicas disposiciones el orden público, la unidad y armonía del estado? Esta alma penetrada de tan tiernos sentimientos se manifiesta superior a las tramas, interpresas y artificios más poderosos. Y no siéndome dado el seguir una a una las disposiciones de su real ánimo por el bien de la patria, permitidme os las presente reducidas a un solo rasgo de aquella fortaleza, que ha formado siempre los héroes. Le propone el usurpador común que abdique la corona de España en sus manos, ofreciéndole otros estados: y ¿cuál es su firmeza para rechazar tan horrendo proyecto? ¡Ah! El rey muda de color, nos dice el Escoiquiz, que se hallaba presente, arroja sobre aquel cuerpo, que encerraba tan negra perfidia, una mirada de insultante menosprecio; enmudécele el enojo, y al fin salen de su boca estas expresiones semejantes al trueno: «Moriré, pero será siendo rey de la España» (10). Ved aquí de lleno la imagen de una alma grande criada para reinar; ved el esforzado aliento de los héroes reprimiendo el orgullo más insolente, y obligando a respetar a uno de los mayores monarcas del orbe. ¡Qué raro! ¡Qué heroico ejemplo, digno de mandarse en láminas eternas a todos los siglos y naciones!
Mi alma en este momento trasportada hasta los pies de vuestro augusto trono felicita, poderoso monarca, en este día de vuestro cumpleaños, a nombre de la ilustre Querétaro, el reinado feliz que nos anuncia ese brillante cúmulo de virtudes, con que el supremo dador de todo bien ha distinguido vuestra real persona. En ellas se afianza la seguridad de los particulares: la estabilidad de los cuerpos: la obediencia de los pueblos, y la autoridad de los jueces. La piedad y la ciencia hallarán siempre en vuestras manos guías seguras para la juventud; para los altares un cuerpo de ministros celosos; para el trono un cuerpo de vasallos fieles; y para la patria un cuerpo de ciudadanos irreprehensibles. Vos, en fin, esparciréis con un cetro benéfico la felicidad y las virtudes públicas sobre un pueblo tan generoso, tan estrechado a vuestra causa, y tan amante de vuestro decoro.
Ahora os pregunto, americanos desgraciados, que en esta noble porción de los dominios de tan poderoso rey habéis levantado el estandarte de la rebelión, bajo el especioso pretexto de conservarlos para S, M. ¿en dónde está la jurada obediencia, el pacto inviolable y la incorrupta lealtad que deben y prometen los vasallos al soberano? Vuestro sistema destructor ¿no hace caer en un tenebroso caos al culto verdadero, al trono y al estado, conforme a la terrible sentencia de Jesucristo, de que todo reino dividido entre sí se desolará? Si los ministros que representan su autoridad en la América no hacen todo el bien que querrían, o no evitan todo el mal que sucede, ¿hemos de olvidar por esto el beneficio de que les es deudor el estado? Y aunque fuesen tales como nos los representa la calumnia, ¿no son hombres sujetos a las flaquezas comunes?
Pero para dar por tierra con todo pretexto revolucionario, oíd lo que el soberano nos asegura en lo relativo a la felicidad de la América por medio de los excelentísimos señores, sus secretarios de estado y gobierno: «Después de recibir, nos dicen, de personas imparciales los informes que aquí he pedido, de los excesos que haya habido de una y otra parte, se colocará en medio de sus hijos de Europa y América, y hará cesar la discordia, que nunca se hubiera verificado entre hermanos, sin la ausencia y cautiverio del padre»(11). ¿Y quién después de esto, sin ultraje de la piedad, sin escándalo de los buenos y sin armar contra sí la cólera del cielo, tendrá la audacia de negarse a la subordinación, obsequio y fidelidad de un padre benéfico, cuya providencia amorosa atraviesa como un majestuoso río las cuatro partes del mundo en que reina, para derramar en todas los saludables efectos de su bondad regia?
Pero gracias inmortales al Dios eterno que yo hablo en medio de un pueblo que se ha distinguido siempre en el celo y tierno afecto a la augusta persona de sus reyes. Sí, muy noble y muy leal ciudad de Querétaro, esta solemne acción de gracias con que celebráis la restitución al trono de nuestro amado soberano, ratificará en las edades futuras vuestra lealtad y amor. Ella es un testimonio de vuestra religión, porque por este medio ensalzáis las virtudes que ha impreso en su corazón, y de que ha dado los más auténticos testimonios, a pesar del contagio que le rodeaba en un país enemigo, y entre los horrores de la persecución más viva. Es igualmente un testimonio de vuestro patriotismo, porque la patria ha sido el tierno objeto de sus desvelos, haciéndole los más nobles sacrificios, y porque esta debe prometerse su prosperidad y engrandecimiento de la bondad de un soberano que se digna continuamente inclinar sus benignos ojos hacia las miserias de sus vasallos para ahogarlas en el seno de su clemencia. Grabad, pues, su real nombre en vuestros corazones, para que, pasando de una en otra generación, la posteridad más remota reconozca vuestros tributos de fidelidad.
Y convertidos a vos, soberano Jesús, fuente inagotable de gracias, os pedimos humillados, que, pues nos habéis concedido en vuestra misericordia, como una prenda de predilección a esta monarquía, un rey según vuestro corazón, coronéis vuestra obra sosteniendo sus virtudes, dilatéis su vida y señaléis su reinado con el precioso sello de la dulce paz. Haced, Señor, brillar así vuestro poder, y que todos celebremos eternamente las maravillas de vuestra diestra poderosa. Así sea.