miércoles, 16 de noviembre de 2022

14 de diciembre de 1816. Sermón que en la festividad... de nuestra señora Santa María de Guadalupe..., dijo el Br. D. José María Sánchez.

 SERMÓN

QUE EN LA FESTIVIDAD CON QUE CELEBRÓ

LA COFRADÍA DE NUESTRA SEÑORA

SANTA MARÍA DE GUADALUPE

DE LA CIUDAD DE QUERÉTARO

LA APARICIÓN PRODIGIOSA DE SU SANTÍSIMA PATRONA

EL DÍA 14 DE DICIEMBRE DE 1816


DIJO

EL BR. D. JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ

prefecto actual de la ilustre y venerable congregación del mismo título.

SE DA A LUZ

a expensas del capitán de granaderos del regimiento de fieles realistas de dicha ciudad, don Miguel Rubín de Noriega, mayordomo de la citada cofradía.

MÉXICO 1817.


¿Unde hoc mih; ut veniat Mater Domini mei ad me? Luc. cap. 1. V. 43.

¿De dónde a mi la felicidad de que la Madre de mi Señor venga a verme? Palabras de San Lucas en el versículo 43 del capítulo de su evangelio.


Si el respeto y santo temor debido a este sagrado lugar, si la Santa Madre de Dios que es el objeto de estos cultos, si nuestro adorable Redentor, cuya real presencia autoriza esta solemnidad, si estos grandes objetos no me obligaran por una deuda indispensable de la religión a consagrarles todos mis pensamientos y expresiones, ¡qué abundante materia se ofrecía a mi discurso, oh religiosos cofrades de esta hermandad, para haceros un dilatado elogio! Yo haría ver la lealtad y amor con que, desde la erección de esta cofradía, ofrecisteis vuestros corazones a nuestra ilustre protectora en su prodigiosa imagen de Guadalupe; manifestaría los estrechos vínculos de caridad con que habéis conservado el primer fervor, construyendo dignas aras en donde venerarla, y dilatando y ennobleciendo el número de sus cofrades; ensalzaría en fin la piedad y el celo con que añadís anualmente una de las más devotas solemnidades a la religión en la magnificencia y decoro de esta presente festividad. Pero esta relación ni sería conforme a las serias obligaciones del ministerio sagrado que habéis confiado a mi débil espíritu, ni dejaría de ofender vuestra religiosa modestia.

Porque, ¿no os congregáis hoy, felicísimos cofrades, a celebrar la memoria de aquel dichoso día en que, rasgándose los cielos, como en el Tabor, descendió María acompañada de los ángeles a las ásperas montañas del Tepeyacac? ¿No os juntáis para que la virtud y eficacia de la divina palabra, aunque anunciada por mis labios, excite en vuestros corazones todos los sentimientos de gratitud de que son capaces, y os dicte sólidas instrucciones para corresponder a tan señalado beneficio? Digamos pues, con la dichosísima Isabel ¿Unde hoc mihi ut veniat Mater Domini ad me? ¿Con que aquella feliz criatura, que será siempre justa admiración de los siglos, aquella hermosa doncella que, con realces de su virginidad, acaba de concebir al hombre Dios, la Madre del incomprehensible, del infinito, del eterno, ha de venir a mí, obrando milagros de salud, e ilustrando mi espíritu con las más esclarecidas operaciones de la gracia? ¿Pero cuál es mi santidad? ¿Cuáles mis méritos para recibir dones tan relevantes, tan soberanos, y tan sublimes?  

Para corresponder, pues, a vuestras santas intenciones, voy a manifestaros sencillamente «que María Santísima, en su aparición maravillosa, imprimió en nuestro reino las más expresivas señales de las virtudes santas que le merecieron toda su elevación». De vos espero, soberano Jesús Sacramentado, que inspiréis a mi entendimiento sentimientos dignos de una idea tan ilustre y ventajosa a nuestra nación, y que engrandece vuestras inmensas misericordias. A este efecto, interpongo el valimiento de la misma Señora, saludándola reverente llena de gracia.

AVE MARIA.

¿Unde hoc mihi ut veniat Mater Domini mei ad me? Luc. cap. cit.

¿De dónde a mí la felicidad de que la Madre de mi Señor venga a verme?

Las grandes cosas que vuestra omnipotencia obró en favor de vuestra Madre divina, nos aseguran de su santidad y grandeza (S. J. S.). He dicho, que todo es singular, maravilloso y divino en aquella feliz criatura, que por un orden especial de decretos fue destinada antes de todos los siglos para ser Madre del Señor. ¡Qué prerrogativas tan sublimes! ¡Qué gracias tan relevantes! ¡Qué virtudes tan heroicas debieron adornarla a proporción de la excelencia de su ministerio! Pero para corresponder al asunto que me he propuesto, limitémonos a entrever, en este abismo inmenso de perfecciones y privilegios, aquellas sobresalientes virtudes que granjearon a esta reina poderosa su divina maternidad, y que se dejan ver en toda la economía de su aparición prodigiosa en nuestra América. No es este un discurso formado a favor de unos débiles principios. Examinad las razones en que me fundo:

Supuesto aquel decreto inmutable de la divinidad de que el Verbo eterno se hiciese hombre y habitase entre nosotros, naciendo de una Virgen, la más santa, y la más perfecta de todas las vírgenes, inquieren padres de la Iglesia ¿cuáles fueron aquellas virtudes singulares que merecieron en María este grado de distinción y preferencia entre todas las criaturas? Y unos la atribuyen a su pureza incomparable. Otros a su humildad profunda. Y casi todos a su exacta y constante fidelidad. Yo emprendo haceros ver que, de estas tres virtudes (que según las opiniones de los padres constituyen todo su mérito), nos dio un hermoso ejemplar, una copia divina, en su aparición admirable. Examinémoslas.

María aparece la más pura. Recordad dulcemente a este efecto aquellos momentos felices en que, calmando la turbación y borrasca de los siglos anteriores, comenzó a disfrutar nuestro reino una dulce serenidad. Traed a la memoria aquellos días de salud en que se dejó ver en él la Madre de la santidad y pureza y decidme ¿no nos ofrece de luego a luego las más altas ideas de su candor virginal? Ella se presenta como un destello vivo, puro y resplandeciente, que sale de la diestra triunfante del Rey eterno de la gloria, para imprimir en esta su amada tierra una expresión de su pureza, inimitable. La belleza que la adorna, la fragancia que exhala, y todo aquel agregado de milagrosas señales con que se hace visible, nos inspiran los sentimientos más vivos de esta hermosa virtud; y sin hacer ahora mención, ni de aquel exacto cotejo de esta imagen divina con la de aquella gran mujer que nos describe San Juan en su Apocalipsis (1), toda vestida con resplandores del sol, con la luna a sus plantas, el ropaje divinamente adornado de estrellas, ceñida su hermosa frente con corona de oro, y todo el sagrado cuerpo sostenido de un querubín. Sin hacer recuerdo ni del tiempo en que viene a franquearnos su protección soberana por medio de sus apariciones repetidas, que fue en la octava de su concepción en gracia ¿podríais concebir testimonio más incontestable de su pureza, que el que nos da en la transformación de aquellos inmundos sitios? Porque ¿qué sociedad puede haber entre la luz y las tinieblas, entre aquella señora, cuya pureza no reconoce elevación capaz de alterarla, y el príncipe de los abismos?

En efecto esta poderosa reina, que, desde los primeros instantes de su dichosísima vida, quebrantó con su planta victoriosa la soberbia cabeza de la infernal serpiente, desterró con la soberanía de su poder toda aquella caterva de inmundos espíritus que cubrían y embarazaban la luz del sol de justicia. A su presencia soberana, el príncipe del mundo, el fuerte armado que se había hecho adorar y servir en todos sus pueblos y naciones por la serie de muchos siglos, autorizando los más torpes delitos con el ejemplo de sus monarcas, se vio repentinamente despojado de su poder, atado por una mano invisible, precipitado en los abismos; y para su eterna confusión vio una multitud de gentiles dichosamente libres de sus pesadas cadenas y restituidos a la generosa libertad de hijos de Dios por la santidad de la fe, y la pureza del bautismo. El imperio del error y de la mentira, enteramente destruido. Los altares limpios de un culto abominable transformado en aras de la divinidad y la religión santa e inmaculada, erigida sobre las ruinas del paganismo. Sí, desde este feliz momento, la ciega gentilidad, que se obstinaba en separarse del camino de la vida, se convierte en un pueblo dócil y fiel, que doblando obediente su cuello a las santas verdades de la fe se ennoblece, se instruye y transforma en un estado resplandeciente. ¿Y no son estos rasgos brillantes en donde se ostenta la pureza de elección que resplandece en María, y que hizo bajar a la tierra toda la plenitud de la divinidad?

Pero si esta hermosa virtud se ha distinguido tan notablemente en los soberanos efectos que produjo en nuestra América, veamos ya el ejemplar que nos presenta de su santa humildad. Hablo de aquella humildad profunda, por la cual, según testifica esta señora de sí misma en su cántico admirable, obró grandes cosas en su persona la omnipotente gracia del Eterno, y la hizo acreedora al vasallaje de todo el orbe (2).

Emprende la humildísima Virgen derramar toda su ternura de sus piadosísimas entrañas en los corazones americanos, y no obstante que por un privilegio singular que admirarán todas las naciones, viene personalmente a entrarnos en el seno delicioso de sus clemencias con toda la majestad y decoro privados de su augusta soberanía, con todo el regio aparato que demanda la dignidad incomparable de Madre de Dios, formando trono de las celestiales inteligencias que en la Jerusalén celestial tributan inmortales honores a su soberanía, y trasladando al estéril Tepeyacac toda la hermosura y magnificencia de los cielos, se presenta con aquel espíritu de humildad siempre humano, benéfico y accesible. Con la dulzura y afabilidad de su voz, previene, ilustra y atrae el corazón de aquel indio venturoso a quien elige ejecutor de sus amantes designios.

No hay que temer que la grandeza inefable de su dignidad la obligue a valerse de aquellos resortes con que la prudencia del siglo da un falso brillo a sus pretensiones; ni que tema disminuir su elevación tratando con un hombre de esfera ínfima entre sus semejantes, sin nobleza, sin autoridad, sin poder. Antes de recibir los homenajes debidos a su soberanía se da prisa en comunicarse, le habla en su propio idioma, se familiariza con él, le alienta con las expresiones más vivas de benevolencia y de ternura, y le promete no apartar de él sus ojos piadosísimos. ¡Conducta heroica de esta celestial princesa, por la que parece respira toda celsitud y magnificencia de su humilde corazón! Sí, por un efecto de amorosa beneficencia quiere que se le erija un templo en el lugar de Guadalupe para escuchar nuestros votos, aceptar nuestros sacrificios, y distribuir toda suerte de gracias. ¿Pensáis acaso que se valga de la autoridad de algún potentado de la tierra, o de la de algún nuncio celeste de los que en el mismo monte la adoraban embriagados en un torrente de delicias? ¡Ah! Pero entonces no se conociera por instrumento de su dignación soberana, lo que el mundo tiene por más vil y despreciable. Entonces no se descubriría aquel hermoso carácter de humildad que supo sostener entre los mayores aplausos y elevaciones, aun cuando le anunció reverente el arcángel su augusta maternidad.

Que se obren, pues, a este efecto los mayores prodigios; que se trastornen todas las leyes; que la tierra concurra maravillosamente en la producción de unas flores extemporáneas, y en un sitio por naturaleza infructuoso; que se repitan sus amorosas instancias por medio de sus frecuentes apariciones; que se imprima en un tosco tejido, en la vil manta de un pobre indio toda la hermosura de la virtud y belleza, de la castidad en su imagen adorable, y que ésta, en fin, permanezca triunfante de las injurias del tiempo por el largo espacio de casi tres siglos. Sí, el tiempo que destruye las obras más raras de la sabiduría y del ingenio, que sepulta los imperios y sumerge los reinos en un caos eterno, y ejerciendo su imperio sobre los mármoles y bronces en donde los mortales tratan de eternizar su memoria, se burla siempre de sus inútiles esfuerzos. El tiempo humilla su poder y rinde sus adoraciones a aquel lienzo soberano, que, arrojando hermosos incendios e inspirando a este nuevo mundo una confianza tan extensa como las misericordias de su original, permanece entre nosotros siempre nuevo.

¿Y no es este aquel mismo carácter de humildad con que han resplandecido siempre los más augustos designios de la providencia soberana? Porque ¿puede hallarse en los anales del mundo suceso más asombroso que la Encarnación del Verbo Divino? Pues esta grande obra solo se confía y comunica a una humilde y retirada doncella. ¿Puede haber misterio más profundo e incomprehensible que verse en la tierra ceñido con unas pobres fajas aquel Dios que sustenta con su brazo toda la redondez de la tierra? Pues para la publicación de este misterio no quiere Dios ni los soberbios palacios de los césares, ni la vana ciencia de los filósofos. Unos pobres y humildes pastores son los primeros que merecen adorarle, y los primeros entre los hombres que anuncian su verdad al mundo. ¿Qué empresa en fin más llena de dificultades, peligros y contradicciones, que la de introducir en un mundo cubierto de sombras, ignorancias y errores la hermosa luz del evangelio, y persuadir a unos hombres carnales, idólatras y groseros que el que acababa de morir en un infame suplicio era su Dios verdadero? Pues esta ardua empresa, esta fe heroica la encarga el Señor a unos humildes e ignorantes pescadores, que llenos de un fuego divino convencen a los sabios, conquistan los imperios, derriban los ídolos y hacen escucharse hasta los fines de la tierra. María, pues, divinamente enseñada por su hijo adorable, no quiere para autorizar su aparición ni los ricos, los sabios, ni los poderosos, sino la inocente sencillez de un humilde indio. Sus palabras, desnudas del artificioso ornato de la elocuencia, hacen creer un prodigio no concedido a alguna otra nación (3) y los espíritus vanos, y orgullosos del mundo quedando confundidos según el idioma del apóstol con lo más débil, despreciable y enfermo (4).

Feliz consuelo, humildes y pequeñuelos, feliz consuelo para vosotros. Dejad a los grandes de la tierra que se deslumbren con los falsos brillos, de una fortuna engañosa, que gocen la distinción con que el mundo embelesa a sus secuaces. Dejad que os miren como a unos hombres olvidados de la providencia, despreciados de la fortuna, inútiles para las grandes acciones, y solo capaces de turbar con los gritos de vuestra miseria sus placeres, que entre tanto el Señor que mira los vastos proyectos de los mortales, como una sombra fugitiva, les dejará embriagar en su misma vanidad y ambición, y os buscará a vosotros para la ejecución de los inefables designios de su misericordia; porque sus caminos son diversos de los de los hombres (5). Y añadid a estos rasgos preciosos de la humildad profunda de María las impresiones brillantes de su fidelidad con que nos ennoblece en su aparición.

Vosotros sabéis que trato de aquella exacta y constante fidelidad; que según los decretos eternos de la inmensa sabiduría debió entrar en parte en la encarnación del Verbo, pues para cumplirse este augusto y amoroso designio fue necesario que interviniese el beneplácito de María, de la fidelidad de esta divina Virgen en llenar todas sus obligaciones, y por la cual se constituye el modelo más perfecto de todas las virtudes. Y ¡qué ideas tan sublimes de beneficencia, qué sentimientos tan nobles de bondad y de poder se atropan en ml entendimiento cuando hablo de los amorosos oficios que en virtud de su fidelidad desempeña entre nosotros por medio de esa imagen adorable! Pero ¿qué más debo yo hacer para persuadiros esta parte de mi oración, sino deciros sencillamente que aquella Virgen santa, compasiva y fiel a quien han llamado los padres el milagro de la gracia, los esfuerzos de la omnipotencia, el último paso a la divinidad, que aquella poderosa Señora que es el centro y canal de todas las gracias, el fundamento de nuestra esperanza, después de su hijo divino, la luz de las naciones, y el común asilo de los mortales, nos prometió mostrarse en Guadalupe piadosa Madre de todos los que aman, buscan, y solicitan su protección soberana, dejándonos por prenda de su generosa promesa el divino retrato de su incomparable hermosura? Porque ¿qué tiempo bastaría para referiros los amorosos testimonios que ha recibido de su fidelidad, esta numerosa nueva cristiandad, este dilatado imperio criado con sus milagros y sustentado con sus prodigios? Ni como podría yo comprehender, en los estrechos términos de un discurso, aquellas obras raras con que ha hecho visible su fidelidad amorosa, ya triunfando de la muerte en muchas vidas desamparadas de todo remedio humano, ya suspendiendo la violencia de los rayos, y apagando la furia de los incendios, ya… Pero el tiempo no me permite, felicísimos americanos, desenvolver, los venerables fastos de vuestras historias, y recordaros aquellos días funestos en que México afligida y amenazada de un segundo diluvio por las inundaciones de su laguna vio sus casas transformadas en isla, reducido el humano comercio al peligroso medio de unas débiles canoas, temblando sus edificios. Mas luego que conduce por sus calles con solemne aparato la soberana imagen de Guadalupe, como un hermoso y apacible iris, disipa las nubes, retira las aguas, serena el cielo, y hace recobrar su perdido aliento a los afligidos mexicanos. Allí veríais los estragos de aquella peste maligna, en cuyo tiempo no ofrecía todas partes la naturaleza sino tristes imágenes de la venganza divina, pero luego se jura solemnemente el patronato de María, cesa el maligno influjo de los astros, desaparece el horror de la muerte, y sucede una dulce serenidad a la más terrible borrasca. Veríais en fin los efectos más privilegiados de aquella providencia, siempre atenta y desvelada de nuestra ilustre protectora en favor de este suelo feliz.

Pero reunid en vuestro espíritu cuanto he expuesto para la demostración de mi asunto: la portentosa transformación de aquellos corazones que justamente llevaban sobre sí la nota de rebeldes al Dios verdadero; las admirables invenciones de la humildad santa de María a expensas de los más asombrosos prodigios; la magnificencia y liberalidad de los dones con que nos distingue para el cabal desempeño de su generosa promesa. Poned los ojos sobre esa hermosa copia en que nos dejó vínculos su amor, y decidme: ¿no este agregado maravilloso de circunstancias la prueba más concluyente de que nuestra América fue el teatro que eligió esta divina Señora para hacer resplandecer vivamente su pureza divina, su humildad profunda, su admirable fidelidad? Y ¡qué honor resulta a nuestro reino de ser la perspectiva brillante de las heroicas virtudes que le merecieron su maternidad divina, fuente inexhausta de toda su soberanía! 

Pero después de tantos monumentos de la protección visible de nuestra Madre poderosa, permitid que yo os pregunte: ¿Si le habéis tributado los cultos que se merece?, Pero ¿en dónde se hallan los sentimientos de una piedad arreglada y juiciosa? ¿En dónde el fervor que debe animar nuestras adoraciones, y la imitación de sus santas virtudes? ¿Y será extraño que yo os asegure que las infidelidades que cometemos contra su bondad son una de las causas que poderosamente influyen en las desgracias que nos cercan? ¡Ah! yo veo en este país, antes dichoso, que por tantos tiempos disfrutó el beneficio inestimable de la paz, introducido el odio, el furor, el fuego, la cruel carnicería devorando por todas partes cuanto encuentran al paso, desde un extremo hasta el otro de nuestras tierras, según la frase de Jeremías (6). Veo sus florecientes ciudades presentando un miserable esqueleto de su antiguo esplendor. La carestía, el incendio, y la confusión han sucedido desgraciadamente a la abundancia, al sosiego, y la alegría. Todo arruinado y ofreciendo la imagen de una Jerusalén cubierta de amargura. Y traspasado del más íntimo dolor llego a temer el instante terrible en que digamos lo que aquella generosa Israelita, esposa del sumo sacerdote (7): Los hijos rebeldes de la gran María regaron el suelo con su sangre, asolaron este país de bendición, y lo qué es más ¡ay de mí! el Arca santa, la imagen prodigiosa de María desaparecerá de entre nosotros, si una pronta y sincera no precave tantos males, y si postrados delante de su trono no reclamamos aquellas entrañas de misericordia con que nos ha puesto a cubierto de los más terribles estragos.

Así lo ejecutamos, imagen soberana de María, vínculo hermoso de todas nuestras felicidades, milagroso recuerdo de sus clemencias, porque ¿quién ha buscado tu soberano asilo, que no haya encontrado singulares gracias? ¿Quién te ha contemplado reverente, que no sienta elevado su espíritu hasta el seno inmenso de las misericordias del Señor? Vive siempre con nosotros. Jamás desampares nuestro suelo. Sigue felicitándolo con los benignos influjos de aquella gracia, que siempre obra maravillas.

Y a vos, soberano Jesús, de quien desciende a nosotros todo bien, tributamos rendidamente las gracias por haber enviado a vuestra Madre divina, no como un rayo vengador de los excesos con que esta ciega gentilidad había provocado vuestras justas iras; sino como una Madre amorosa, que vino a destruir la rebelión de sus hijos con las gratas impresiones de aquellas relevantes virtudes que fueron objeto digno de vuestras complacencias. Completad nuestros triunfos, haciéndonos perfectos imitadores de ellas, para alcanzar su recompensa en vuestra eternidad soberanamente feliz.


(1) «Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol y con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas». Ap 12, 1.

(2) «Porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Y he aquí que desde ahora me felicitarán todas las generaciones». Lc 1, 48. 

(3) «No hizo tal con ninguno de los otros pueblos; a ellos no les manifestó sus disposiciones. ¡Hallelú Yah!». Sal 147, 20. 

(4) «Sino que Dios ha escogido lo insensato del mundo para confundir a los sabios, y lo débil del mundo ha elegido Dios para confundir a los fuertes». 1 Cor 1, 27. 

(5) «Pues mis pensamientos no son vuestros pensamientos, y vuestros caminos no son mis caminos, dice Yahvé». Is 55, 8. 

(6) «Sobre todos los collados del desierto vienen los devastadores: porque la espada de Yahvé devora la tierra desde un confín al otro, y no habrá salvación para carne alguna». Jr 12, 12. 

(7) «Dijo: “Se ha apartado de Israel la Gloria”, por haber sido tomada el Arca de Dios». 1 Sam 4, 22. 


Fuente: 

http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020000154/1020000154_002.pdf

http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020000154/1020000154_003.pdf






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