28 de diciembre de 1853. Relación sucinta de los principios de la revolución mexicana de 1810, por Epigmenio González, para la Sociedad Literaria de la Esperanza.
RELACIÓN SUCINTA DE LOS PRINCIPIOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA DE 1810
Entre las varias consideraciones que movieron al capitán don Ignacio José de Allende a emprender la independencia de su nación, hubo dos principales. Una fue el estado de guerra en que se hallaba la península en l810. Conocía que aquella circunstancia tan oportuna podría no volverse a presentar jamás si no se aprovechaba. Y la otra, el conocimiento que todo mexicano debía tener de los beneficios que de independerse habían de resultar.
La primera tuvo en gran parte su efecto, pues, aunque el gobierno español envió auxilios, fueron muy precarios, en proporción a lo que en realidad necesitaba para mantener su vacilante dominación.
Desgraciadamente, probó mal la segunda, pues más de la mitad de los mexicanos hicieron causa con España. A lo que se entiende, unos movidos por el fanatismo religioso, que con el mayor empeño excitaron el alto clero, la inquisición y los religiosos de Querétaro que se decían misioneros apostólicos de propaganda fide. Otros por la facilidad que tenían de saquear a los insurgentes y aun a los que no lo eran. Y otros, en fin, llevados de la fuerza.
Comunicar Allende sus ideas para una empresa tan ardua como heroica, era ciertamente cosa muy arriesgada; sin embargo, tuvo bastante sagacidad para hacerse de considerable número de prosélitos, sin que faltase entre ellos alguna persona del estado sacerdotal, y aun del bello sexo. Quiero decir, don Miguel Hidalgo y Costilla y doña Josefa Ortiz de Domínguez, quienes a su tiempo prestaron servicios importantes, mejor que otros comprometidos que tenían de su mano la riqueza o la fuerza, y cuyas defecciones causó perjuicios incalculables.
E1 que escribe, asociado de Mariano Lozada y Francisco Lojero, tuvimos noticia del proyecto mencionado por el sota-alcaide de la cárcel de Querétaro don Ignacio Pérez, agente secreto de la señora esposa del corregidor don Miguel Domínguez, que llevamos referida. Pérez nos dio carta de conocimiento para Allende, la cual llevó Lozada a San Miguel con otra mía, y así quedamos unidos a la grande obra, haciendo partido, y el primero erogando los gastos necesarios con su pequeño capital y de su hermano don Emeterio González ya en comprar efectos para munición; hacer pólvora por medio de algunos coheteros, con la que tenía ya hechos más de dos mil cartuchos; acopiar armas; y en fin, en gratificar a algunos de los comprometidos, que a menudo pedían el diario para sus casas, y era fuerza darles lo que pedían para tenerlos gratos.
El mes de agosto de 1810, salieron de San Miguel don Ignacio Allende y don Juan Aldama, a hacer una visita a sus aliados, principiando por el Marqués del Jaral en su hacienda, enseguida por Salvatierra, Celaya y Querétaro, la cual debía terminar hasta Jalapa. Las circunstancias no dieron lugar a proseguirla.
Ambos señores llegaron a Querétaro el 24 del citado mes. A su llegada se le hizo saber al señor Allende que la noche del 12 habían asesinado alevosamente Francisco Araujo y Ramón Alejo (a) Rincón, al sargento de Dragones Eugenio Moreno y a José el cohetero, el cual sobrevivió hasta el día siguiente, que todos cuatro eran del partido. Que el agresor Araujo estaba preso, y Rincón, retraído. La resolución de Allende fue que no se debía hacer movimiento alguno por presos de delitos comunes; pero que, si el más infeliz de los nuestros cayese preso por nuestra causa, era necesario movernos al instante, cualquiera que fuese el resultado.
En aquellos días, un oficial del regimiento de Celaya le preguntó a Allende qué sistema de gobierno seguiría, hecha que fuese la independencia. Allende contestó que él no lo había de determinar, pero que llamaría al sujeto que debía hacerlo. En consecuencia, llamó al cura de Dolores don Miguel Hidalgo, quien se aprontó con la mayor brevedad. En junta que tuvimos, presidida por aquel venerable anciano, se expresó de esta manera:
—Vamos a hacer esta revolución para poner el reino mejor de lo que está, que para ponerlo peor sería una iniquidad imperdonable. Lo que primero no importa hacer, es quitarles a los gachupines el mando, porque son los que todo nos lo han de estorbar. Todas las cosas deben seguir como están, y poco a poco se reformarán aquellas que pidan remedio, con consulta de los hombres más ilustrados. —En lo cual, quedamos entendidos.
Entonces se determinó por Allende que el grito se daría el 22 de septiembre en Querétaro, San Miguel y Dolores, y que se proclamaría a Fernando Séptimo, a beneficio de los que cayeran presos. Esto ha dado después lugar a que por ahí se diga, que no se intentó la emancipación, y que solo se tuvo el objeto de matar y robar.
Poco después, envió Allende a Lojero a Yurirapúndaro, a llamar al capitán de granaderos del regimiento de Celaya, don Joaquín Arias, para que presidiese la operación del grito en Querétaro con el segundo batallón de Celaya, que estaba allí de guarnición. Llegado que fue y encargado del asunto, puso Allende en su poder dos mil pesos, para que gratificase a los soldados de dicho batallón, mil de los cuales exhibió González, quien los tenía en su poder y pertenecían a una obra pía (1). Los mil restantes, los agenció Allende, todos o en parte, por cuenta de su molino, que tenía en arrendamiento don Tomás Rodríguez.
El día antes de regresar a San Miguel, envió Allende a Lozada a México con una carta circular para el Marqués de Rayas, licenciado don Luis Lozano, y otros de quienes no tengo memoria. Estaba concebida en estos términos:
«Muy señor mío:
El portador impondrá a Ud. del estado de mi asunto.
Soy de Ud. afmo. servidor Q. S. M. B.
Querétaro y septiembre 6 de 1810.
Ignacio José de Allende».
Una lista por separado contenía los nombres de los sujetos a quienes debía presentarse.
El primero a quien se dirigió Lozada fue al Marqués, quien apenas se encargó del asunto, hizo pedazos la carta y la lista, y dijo a Lozada:
—Váyase Ud. ahora mismo y dígale a Allende que ya es tarde, que, si no lo puede hacer antes, lo deje más bien. Que ha venido un fraile franciscano de Querétaro, y ha delatado su proyecto al arzobispo, quien le oyó con desagrado, y le dijo: «Pues dígaselo Ud. al virrey, que ahí viene».
Le auxilió con treinta pesos, encargándole dijese a Allende que indultara a Fernández Coronel, de Celaya, y a don Manuel Bárcena, de Querétaro.
La tarde del 14 del mismo, llegó a Querétaro Lozada de México y concurrí a su casa a la hora misma que sepultaban en la Congregación al presbítero don Manuel Iturriaga, a quien le hallaron después de su muerte papeles que no dejaban duda en que iba de acuerdo con Hidalgo. Lozada me refinó lo que va expuesto en el párrafo anterior, añadiendo, que aquella tarde debía entrar a México el virrey Venegas. A la oración, prosiguió su viaje a San Miguel, dejándome todavía libre. Esa tarde misma llegó Lojero de San Miguel, llevándome una carta de Allende, la que obraba en mi proceso. En ella, me decía ser las once de la noche cuando escribía y estaba malo de disentería.
El día mismo, contaba un mes de preso el asesino Araujo, cuando llamó al escribano de su causa Domínguez, para decirle que, si lo ponían libre, manifestaría una cosa interesante al gobierno. El escribano lo participó al comandante de brigada Rebollo, y de acuerdo con el alcalde Ochoa, oyeron la denuncia de Araujo. Declaró saber el plan de Allende, y que los González sus cuñados tenían acopio de armas, y hacían partido en su ayuda.
A la media noche rodearon la casa de mi habitación con veinticinco hombres por compañía del batallón de Celaya, con varios gachupines. A los repetidos golpes en la puerta de la tienda, y al descansar sobre las armas crecido número de fusiles, entendí que la cosa iba ya deveras. Abrí una ventana, y se acercaron Rebollo y don Miguel Domínguez, quien me intimó le abriese a la justicia. Abrí, metieron al sereno a que registrase, y habiendo hallado armas y cartuchos (los que ascendían a más de 2000), como Araujo había dicho, comenzaron a atarnos, a los dos hermanos González, a su criado Antonio García, y a un muchacho aprendiz de carpintero que allí pernoctaba; la cocinera, mujer de García, Rosalía Cervantes, dos niños huérfanos, José Pablo y María Antonia Cervantes, y Ana Aboites, anciana ciega que mi difunta esposa había recogido: total ocho personas. A mí, me llevaron al cuartel de la Alameda, al calabozo de los sargentos; los siete restantes, a la cárcel, y los tres hombres a las bartolinas. Aquella misma noche fue puesto Araujo en libertad, menos Rincón, que después fue puesto en la cárcel y procesado, porque no tuvo parte en la denuncia.
Amaneció el memorable día 15, y comenzaron por tomarnos declaración en Casas Reales. El pobre corregidor, don Miguel Domínguez, manifestaba en el semblante una palidez mortal, acaso temiendo que en aquellos momentos saliese de mis labios su perdición. Ello no fue así, y al salir de su apuro observé que su color natural le había vuelto.
Preguntado por Domínguez, el escribano, a presencia de Rebollo y del corregidor, con qué motivo tenía las armas que hallaron en la casa de mi habitación la noche precedente, contesté que para resistir al francés que nos amenazaba. A lo que repuso:
—¿No sabe Ud. que ese cuidado es del gobierno y no de ningún particular?
—Sé —respondí—, que en España, los gobernantes entregaron la península al enemigo, y que los particulares actualmente hacen cuanto pueden por salvar la patria.
—Es —prosiguió—, que el señor corregidor ha tenido noticia que se trata de hacer una revolución contra el gobierno.
—Lo ignoro —respondí.
A mi hermano y domésticos hicieron igual pregunta acerca de las armas, y contestaron que yo respondería, porque de nada les daba cuenta.
En la mañana del mismo día, llamó la señora doña Josefa Ortiz al sota-alcaide, don Ignacio Pérez, y llena de consternación le dijo:
—Pérez, vaya usted ahora mismo a San Miguel, y avíseles a Allende y a Hidalgo lo que ha pasado anoche.
—Señora —le contestó—, no tengo auxilios ni recurso.
—Vaya Ud. y haga como pueda.
Al momento, salió el atribulado Pérez a andar calles y habiendo visto un caballo ensillado a la puerta de una barbería, montó en él y fue a cumplir su comisión.
Por otra parte, Lojero tomó el mismo empeño, y, en un macho ensillado que le dio don Antonio Téllez, se encaminó a San Miguel por la vía de Celaya.
Los tres queretanos, Lozada, Pérez, y Lojero, no volvieron a su patria hasta la independencia, padeciendo perseguidos por espacio de once años. Lozada murió fusilado en México, en el pronunciamiento de la Acordada, Pérez falleció en Querétaro, de enfermedad, y Lojero terminó su vida en Matamoros, habiendo hecho su fortuna.
En vano esperé, todo el día 15, el grito que debía dar en Querétaro don Joaquín Arias. Tan lejos estuvo de querer cumplir su empeño que, el mismo día, escribió el oficio siguiente, dado a luz por los editores de La Opinión N° 8:
«Señor comandante de brigada don Ignacio García Rebollo:
Conviene al real servicio, que V. S. me mande poner preso como a reo de estado, exigiéndome los papeles que estén en mi poder.
Dios guarde a V. S. muchos años.
Querétaro y septiembre 15, a las seis de la tarde, de 1810.
Joaquín Arias»
En la noche del mismo 15, me mudaron al calabozo de los soldados presos, poniendo en mi lugar al oficial de guardia, don Miguel Orta. Por la mañana (16), se acercaron soldados al calabozo y contaron que en la noche habían apresado a muchos, entre ellos al capitán don Joaquín Arias. Por fin, ha llegado el tiempo en que se sepa cuál fue el procedimiento de este mal mexicano. El hizo traición a los que se fiaron de su persona, denunció en una larga lista a los que sabía estar comprometidos; disipó en el juego, el dinero que le confió Allende, seguramente con el designio de no hacer nada; y, en fin, envolvió al gobierno español, encargándose de ir a disuadir a Allende de la empresa, o matarlo. Cuando salió de la prisión se unió al ejército mexicano. Buen cuidado tendría de ocultarle a Allende sus manejos.
La casa que fue de mi habitación quedó a discreción del escribano Domínguez, quien la dio por embargada, sin que en los autos correspondientes aparezca el auto que motivó el embargo (Como a su tiempo lo notó el oidor don Juan Collado). Puso de depositario a don Rafael Rivera, quien, al tiempo de desbaratar la tienda, halló debajo de una tarima un legajo de papeles escritos de mi mano, a excepción de la carta de Allende mencionada, y todos sobre el asunto de que se trataba.
A ese tiempo, se hallaban presentes algunos criollos, y entre ellos Pedro Almaraz. Rivera, dirigiéndose a ellos, les dijo:
—Estos papeles los quemaremos.
A lo que se opuso Almaraz, diciendo que habían de salir a luz.
—¿No ve Ud. —prosiguió Rivera—, que esos pobres se pierden?
—¡Que se pierdan! —concluyó Almaraz—. Quién les manda ser traidores.
Por fortuna, pudo Rivera, al ver la lista de los comprometidos, leer el nombre de don Manuel Delgado, y entonces la ocultó para romperla, y así se evitó la prisión de muchos.
Luego que se supo en Querétaro el pronunciamiento de Dolores, comenzaron a abrir fosos, levantar trincheras y hacer todos los preparativos de defeña, para cuyos gastos pidió Rebollo al Ayuntamiento, albacea de doña Josefa Vergara, el dinero legado a beneficio de la ciudad, el cual era mucho. Y para exonerar a los albaceas, de toda responsabilidad, el cura de Santa Ana, licenciado don Félix Osores, trajo un extenso dictamen, apoyándolo en numerosas autoridades, alegando que se empleó en beneficio de la patria. Conocidamente no fue así. Con auxilio tan considerable, el gobierno de España tuvo para derrotar las nacientes fuerzas nacionales en las tres memorables batallas de Aculco, Guanajuato y Calderón.
Tan persuadidos estaban los gachupines de Querétaro de que podían apagar la insurrección, que a los soldados de Celaya daban un peso diario, además del sueldo por el Rey, a los cabos segundos nueve reales, a los primeros diez, a los sargentos segundos once, y a los primeros doce; prometiéndoles que aquella gratificación duraría hasta terminar la revolución.
Pocos días tardaron en faltar a su palabra, pues al llegar Flon con las mejores tropas del virreinato, que ascendían a siete mil hombres, no podían gratificarlos a todos, y era cosa chocante que solo a los de Celaya se hiciese aquel beneficio, y cesó en consecuencia.
Pero de todo lo que en aquellos días se hizo en Querétaro, ninguna retardó más lograr la independencia, ocasionando y manteniendo la guerra por espacio de once años, que la misión extraordinaria que hicieron los religiosos, a quienes el vulgo llamaba padres santos. los apóstoles de propaganda fide. A la verdad, que estos misioneros cumplieron en cuanto les fue posible con su verdadera misión, la regia; trabajando, permítaseme la expresión, no en la viña del Señor, sino en la mina del rey de España.
Estando Flon en aquella ciudad, con fuerzas tan superiores a las de la insurrección, no se determinó a salir ni a una legua de allí cuando pudo auxiliar a los realistas de Guanajuato, temeroso de que su ejército, que era de puros criollos, se le desbandase. Este inconveniente se evitó con la misión expresada. A mañana y tarde, iban los frailes a predicar a los cuarteles, y cuando consideraron que estaban bien seducidas las tropas, que habían apagado en ellas los sentimientos del amor patrio, y que estaban a toda prueba por la causa de España, entonces salió Flon, no a buscar a Hidalgo y Allende, quienes ya andaban por Morelia, sino a San Miguel, a unirse con Calleja, que había recibido del traidor Marqués del Jaral los auxilios que tenía prometidos a Allende; y tomó el mando (Calleja) de las fuerzas reunidas, y así regresaron a Querétaro a continuar disfrutando de las saludables doctrinas de los frailes gachupines.
Estos sacrílegos misioneros no se contentaron con predicarles a las tropas realistas, salían también por las calles con la corona de espinas, la soga al cuello, y el Santo Cristo en las manos, alentando a todo el pueblo a la guerra a muerte contra sus mismos nacionales, predicando en las iglesias y en las plazas proposiciones las más opuestas al espíritu del cristianismo. Conservo en la memoria las expresiones de uno de ellos, dadas a la imprenta con las licencias de su orden y del ordinario. Fue su autor el fraile José Ximeno, y decían así:
—Algunas personas timoratas creen hacer pecado deseándoles mal a los insurgentes, y yo, para seguridad de sus conciencias, les digo, que no pecan con desearles, sino que pueden, sin pecar, hacerles todo el mal posible, porque se lo hacen a los enemigos de Dios, del rey y de la patria.
Al regresar Flon de San Miguel a Querétaro, llevó preso al desgraciado don Manuel Montañez, de oficio platero, quien fue enviado por el licenciado don Ignacio Aldama, con una división de tropa mal armada y poco numerosa, a atacar a Flon, cuando para aquella villa se encaminaba. Sabido por Montañez que tenía que encontrarse con fuerzas tan superiores como llevamos dicho, contramarchó y al dar de su retirada el parte correspondiente, le trató Aldama de cobarde, por no haber atacado a Flon como se le mandó, y lo envió a la cárcel, donde estuvo con un par de grillos. Y con ellos fue llevado a Querétaro, donde fue pasado por las armas, y colgado su cuerpo en la salida para San Miguel. Aldama, antes que llegara Flon, huyó a Guanajuato, dejando preso a Montañez.
Salieron de Querétaro Calleja y Flon, con dirección a México, al llamado de Venegas, y en Aculco, se encontraron con el ejército mexicano. En una exposición que hizo Calleja al ministro de España, le dijo que, en aquel punto (Aculco), temía que los suyos le faltasen, por no poderse persuadir a que los sentimientos del paisanaje dejaran de obrar en ellos. Pronto salió de la duda, pues hicieron fuego a los nuestros hasta derrotarlos y hacerles muchos muertos y prisioneros. Entre estos, se contaban don José María Castañeta y Escalada, vicario general castrense, el presbítero don Mariano Abad, fray N. Esquerro, agustino, y fray N. Orozco, franciscano de Querétaro. Hidalgo tomó el rumbo de Morelia y Allende el de Guanajuato. Regresó Calleja a dicha ciudad con sus prisioneros, y allí manifestó su intención de fusilarlos, más los principales vecinos intercedieron por ellos, y solo fueron destinados al suplicio siete u ocho, en quienes cayó la suerte fatal.
Caminando al patíbulo estos desgraciados por la calle del Hospital, se hallaba allí casualmente el felipense don Dimas Diez de Lara, quien observó que entre ellos iba un niño de pocos años nombrado Pablo Armenta, tamborcito de Valladolid. No pudo menos, nuestro heroico don Dimas, que arrojarse a quitarlo, hecho que mereció tanto aplauso, que Armenta fue perdonado, y los demás murieron en la Alameda.
Terminaremos esta relación diciendo algo del regente nombrado de Caracas, don Juan Collado. A este magistrado, encomendó Venegas la formación de las causas de los presos de Querétaro, a donde pasó con el ejército de Flon. Llevó un escribano, un ayudante de la reina, un alcaide y una escolta de milicias de México. Puso su juzgado en San Francisco, a donde yo estaba desde que se mudó allí el regimiento de Celaya. Recogió allí los presos de su jurisdicción, sacando de la cárcel a mi hermano Emeterio, a mi criado García y al muchacho carpintero que llevo nombrado. Principió por dar libertad al corregidor don Miguel Domínguez, que estaba preso en la Cruz, y a su esposa, reclusa en Santa Clara, y continuó en darla poco a poco a los acusados por el capitán Arias, que eran muchos. Sin embargo de esta baja, eran tantos los presos que entraban diariamente por nuevas delaciones, que fue necesario reducir a los religiosos al noviciado, dejando el resto del convento para prisión, no solo de los presos de Querétaro, sino también los sacerdotes tomados en Aculco, y los que hicieron en Guanajuato, entre los que fueron el coronel don Narciso de la Canal, don Bernardo Chico, español indultado por Allende, y varios eclesiásticos, a quienes no se determinó Calleja a fusilar en aquella Ciudad.
Por supuesto, le entregaron a Collado los papeles que me hallaron, y por ellos se me hicieron cargos, los más pesados, enviando al virreinato copia de ellos. Para tanta causa como diariamente se formaba, era sin duda poco el papel de resma y media que le dio el virrey Venegas a Collado.
Un día de tantos que esperaban a Allende, y que lo juzgaban en el Pueblito, cuando caminaba a las Cruces, alarmados los gachupines, comenzaron a fugarse para México. Collado tomó el mismo partido y el ayudante empaquetó las causas, y todo el juzgado salió en fuga. En el camino, le salió una división de don Julián Villagrán, y fueron conducidos prisioneros a Huichapan. Villagrán le preguntó al regente con modo áspero que cuantos había ahorcado en Querétaro. Le contestó que a ninguno.
—¿Pues de que han servido esas causas? (que también fueron apresadas).
Respondió, que por ellas constaba que no se había quitado la vida a nadie.
—Pues bien —dijo Villagrán—, ¡quemadlas! —y fueron incendiadas en la plaza.
Nunca pude saber de cierto en que consistió que Collado y sus agentes hubiesen salido libres del poder de Villagrán, lo cierto es que volvieron a Querétaro muy mal parados. Yo vide al alcaide Acuña con su sombrero muy viejo, y así sería lo demás. Temíamos, los presos, que Collado vengase sus injurias y malos tratamientos, tratándonos mal. Mas no fue así. Se portó con nosotros con mucha moderación. En cuanto a la causa mía y de mi hermano, se sacaron copias de las enviadas a México, para formarlas de nuevo, y estaba en la confesión de cargos, cuando Collado, enfadado de tan ímprobo e interminable trabajo, regresó a México, llevando las causas que había vuelto a formar y otras que habían hecho de nuevo.
Una vez que estaba yo presente en el juzgado, se expresó Collado así, hablando con el licenciado don Ramón Martínez:
—Ha dicho el yerno del escribanillo Domínguez, que mientras no se empedraren las calles de Querétaro con cabezas de tecomates, no ha de estar esto quieto. ¡Y así quieren estos pícaros la unión y confraternidad con los criollos! Ellos no se explican sin misterio. Han preguntado que cuándo empiezo a hacer ejecuciones, que me revista yo de autoridad, que no lo hago porque no quiero. Y les haré ver quiénes son los verdaderos reos de esta causa. Esta plebe de España, estos hombres sin educación, que han venido aquí a ser gentes, son los ·que nos han perdido.
En honor sea dicho, de la integridad de este magistrado español.
Guadalajara y diciembre 28 de 1853.
EPIGMENIO GONZÁLEZ.
(Rúbrica).
Señores Presidente y Secretario de la Sociedad Literaria de la Esperanza